CICUTEAR EN NUEVA YORK: LA
AUTOGESTIÓN DE LA MUERTE
Por Iván Oré Chávez
En el texto legal original del Medical
Aid in Dying Act (Artículo 28‑F de la Ley de Salud Pública de Nueva York),
la obligación de que el paciente se autoadministre el medicamento aparece en la
sección de definiciones (§2899‑d). Allí se introduce el término “self‑administer”,
definido como el acto afirmativo, consciente y voluntario de un individuo
calificado de ingerir un medicamento para poner fin a su vida de manera humana
y digna. La norma es tajante: la autoadministración no incluye la inyección
letal ni la infusión letal.
Este detalle técnico es crucial.
El médico prescribe y supervisa, pero no puede administrar directamente la
sustancia. Eso sería eutanasia activa, prohibida por la ley. Para efectos de
esta columna, acuñamos el verbo “cicutear” como metáfora crítica,
evocando la cicuta de Sócrates: el acto de prescribir el veneno que el paciente
debe beber por sí mismo. Y hablamos de “médicos cicuteros” para
referirnos a aquellos profesionales que, bajo la cobertura de la norma, cumplen
con el rol de acompañar y prescribir, pero nunca ejecutar.
La diferencia técnica y jurídica
entre los métodos es clara. La ingestión oral está permitida: el
paciente bebe o ingiere barbitúricos en dosis letales, ya sea en cápsulas,
polvo disuelto o solución preparada. Es un acto voluntario y consciente, que la
ley denomina “self‑administer”. En cambio, la inyección letal y la infusión
letal están prohibidas. La primera implica una dosis única aplicada con
jeringa; la segunda, una administración continua por vía intravenosa mediante
goteo o bomba. Ambas requieren intervención activa de un tercero, lo que las
convierte en eutanasia activa.
La ley distingue con precisión
entre inyección e infusión porque en medicina y derecho sanitario no son lo
mismo. La inyección es rápida y puntual; la infusión es lenta y controlada.
Pero en ambos casos el médico introduce directamente la sustancia en el cuerpo
del paciente. Por eso la norma los excluye expresamente, reservando la única
modalidad legal a la autoadministración oral. En conclusión: una cosa es la
inyección, otra la infusión, y ambas están prohibidas.
Cuando hablamos de barbitúricos
en este contexto, nos referimos a medicamentos en forma de pastillas o cápsulas
que el paciente debe ingerir. En la práctica clínica, los protocolos de
suicidio asistido en Estados Unidos emplean secobarbital o pentobarbital,
administrados por vía oral. El paciente recibe varias cápsulas que debe ingerir
en una sola toma, o bien una solución bebible preparada para facilitar el
proceso. En todos los casos, la solución final recae en el paciente.
La modificación legislativa está
en el encabezado mismo del proyecto: se enmienda la Ley de Salud Pública
añadiendo un nuevo artículo, el 28‑F, que contiene todas las disposiciones
(§2899‑d a §2899‑s). No sustituye un artículo existente, sino que amplía la ley
vigente con un capítulo dedicado a la asistencia médica para morir. Es una modificación
por adición, que introduce un marco normativo completo.
Un detalle llamativo es que la
ley nunca usa la palabra “barbitúricos”. El término que emplea es
simplemente “medication”. En el articulado se habla de “medication to
end the patient’s life in a humane and dignified manner”, pero nunca se
menciona un principio activo ni una familia farmacológica. La razón es política
y jurídica: mantener flexibilidad médica, evitar rigidez normativa y apañar la
controversia. Así, el texto se centra en el procedimiento y las garantías, no
en la farmacología.
En la práctica, sin embargo, los
fármacos empleados son barbitúricos orales. La ley de Nueva York, como las de
Oregon o California, se limita a decir “medication”, pero todos saben que
detrás de esa palabra genérica se esconden cápsulas de secobarbital o
soluciones de pentobarbital. La norma evita nombrarlos, pero la realidad
clínica los convierte en protagonistas silenciosos.
La definición de “self‑administer”
es clave porque delimita el método permitido: solo la ingestión oral voluntaria
del medicamento por parte del paciente. La norma excluye cualquier forma de
administración por terceros, que equivaldría a eutanasia activa. En este
sentido, el verbo “cicutear” nos permite nombrar con crudeza lo que la
ley disfraza con tecnicismos: el acto de entregar el veneno, bajo la solemnidad
de un marco jurídico que convierte la muerte en procedimiento.
DE LOS BARBITÚRICOS A LA CICUTA.
La conclusión es clara: la ley no
especifica el tipo de medicamento, pero la práctica médica lo traduce en
barbitúricos orales. Es la manera de cumplir con la exigencia de que el
paciente sea quien ejecute el acto final. Aquí es donde el verbo cicutear
cobra fuerza: el médico cicutero prescribe la sustancia, el paciente la
ingiere, y la ley legitima el procedimiento bajo la fórmula de “morir de manera
humana y digna”.
El paralelismo con la Atenas
clásica resulta inevitable. En ambos escenarios, el método es la autoadministración
oral de una sustancia letal. Sócrates bebió la cicuta en presencia
de discípulos y magistrados, pero lo hizo bajo la presión de una condena que
no le dejaba otra opción: la aparente libertad de elegir se reducía a obedecer
la sentencia o enfrentar la violencia del Estado. Del mismo modo, el paciente
moderno ingiere barbitúricos en presencia de testigos que certifican
identidad, capacidad y ausencia de coacción, aunque en realidad se encuentra condicionado
por un sistema que no hace nada por facilitarle la vida. La inacción
estatal y los tratamientos que lo hacen sentirse abandonado por el
Estado y la sociedad lo empujan hacia la autoadministración como única
salida. En ambos casos, el acto final lo ejecuta el propio individuo,
pero la supuesta autonomía está atravesada por una estructura que disfraza
la imposición como libertad.
El contexto normativo
también se repite, aunque con matices distintos. En Atenas, la cicuta
era un castigo judicial que se presentaba como cumplimiento de la ley,
pero en realidad imponía una muerte sin alternativa. En Nueva York, la
autoadministración aparece como un derecho médico bajo condiciones estrictas,
aunque en la práctica se trata de una opción condicionada por la inacción
del Estado y el abandono social: un sistema que no facilita la vida del
paciente, que lo deja atrapado entre tratamientos insuficientes y la sensación
de estar desamparado. En ambos casos, existe un marco legal que legitima la
muerte y la convierte en procedimiento institucional, disfrazando la
imposición bajo la retórica de la libertad.
La ritualidad es otro
punto de contacto. Sócrates aceptó la cicuta como un acto de coherencia
con la ley y su filosofía, pero en realidad lo hizo presionado por un
sistema que no le dejaba alternativa, disfrazando la imposición como
serenidad. La ley moderna habla de “morir de manera humana y digna” y
exige la presencia de testigos para garantizar transparencia y legitimidad,
pero esa solemnidad encubre la misma lógica: el paciente se ve obligado a cicutearse
porque el Estado y la sociedad lo han abandonado, porque no existen políticas
reales que hagan su vida más llevadera ni tratamientos que lo sostengan en su
dignidad cotidiana. En ambos casos, la muerte se convierte en un acto
público, regulado y acompañado, pero bajo un marco que convierte la presión
en ritual y la imposición en apariencia de libertad.
La idea de dignidad atraviesa los dos mundos, pero en ambos casos se trata de una dignidad condicionada. Para Sócrates, era la dignidad de obedecer la ley y mantener la coherencia filosófica, aunque en realidad estaba sometido a una condena que lo obligaba a beber la cicuta. Para el paciente moderno, se presenta como la dignidad de decidir el final de su vida frente a una enfermedad terminal, pero esa decisión está marcada por la inacción del Estado y el abandono social, que lo dejan sin alternativas reales para vivir con dignidad. Distintos contextos, distintas motivaciones, pero un mismo eje simbólico: beber la sustancia letal como acto de autonomía aparente dentro de un marco normativo que disfraza la imposición como libertad.
Conclusión: Tanto la Ley de Nueva York como la Agenda 2030
comparten un mismo patrón: promesas de libertad y dignidad que encubren
estructuras de imposición y abandono. La retórica suaviza la realidad, pero
el resultado es el mismo: el individuo o la sociedad se ven empujados a aceptar
una salida que no es realmente libre, sino consecuencia de la falta de
alternativas. Los pueblos aceptan el discurso de sostenibilidad y dignidad,
pero lo hacen bajo la presión de un sistema global que no ofrece
alternativas reales. La retórica de “no dejar a nadie atrás” se convierte
en un ritual político que legitima la desigualdad y el abandono, mientras los
Estados continúan inactivos frente a las necesidades concretas de sus
ciudadanos.
SOLUCION.
La solución no está en cicutear
bajo marcos normativos que disfrazan la imposición como libertad, sino en
recuperar lo que los antiguos llamaban ortonasia: el morir bien,
acompañado, con dignidad real. La ortonasia no es un artificio jurídico ni un
trámite administrativo, sino un proceso humano que reconoce la fragilidad y la
necesidad de compañía en el último tramo de la vida.
En muchas culturas antiguas, los
ancianos agonizantes eran acompañados por su comunidad hasta el final. La
muerte no era un trámite solitario ni un acto burocrático, sino un proceso
compartido, donde la presencia de los otros daba sentido y serenidad. La
ortonasia se entendía como un morir natural, sin encarnizamiento terapéutico,
pero tampoco con abandono. Era la comunidad la que sostenía al moribundo,
devolviéndole humanidad en el momento más vulnerable.
El contraste con la ley moderna
es evidente. La Ley de Nueva York habla de “morir de manera humana y digna”,
pero en la práctica el paciente se ve empujado a autoadministrarse barbitúricos
porque el Estado no facilita la vida ni ofrece cuidados paliativos suficientes.
Es una dignidad aparente, porque la verdadera dignidad no está en beber
un veneno, sino en ser acompañado, cuidado y sostenido hasta el final. La norma
convierte la muerte en procedimiento, mientras la ortonasia la entiende como
acto humano.
Un ejemplo contemporáneo lo
encontramos en los hospicios de Madre Teresa y las Hermanas de la Caridad.
Muchos que habían vivido infraumanamente agradecieron poder morir allí, porque
la dignidad no era un concepto jurídico, sino una realidad concreta: limpieza,
compañía, oración, afecto. Morir “como hombres” significaba recuperar humanidad
en el último tramo de la vida, no ser abandonados a la soledad ni a la presión
de un sistema que ofrece la muerte como única salida.
La conclusión es clara: la
solución es portarse como humanos funcionales, capaces de acompañar,
cuidar y sostener a los más vulnerables. La ortonasia —el morir bien, con
dignidad real— no se logra con leyes que disfrazan la imposición como libertad,
sino con hospitales, hospicios y comunidades que devuelvan humanidad al acto de
morir. Solo así la dignidad deja de ser retórica y se convierte en experiencia
concreta, vivida y agradecida.
https://www.deathwithdignityalbany.org/wp-content/uploads/MAID-2023-2024-Text.pdf
Sobre el autor: Iván Oré Chávez. PREMIO I Concurso de Investigación Jurídica de la Convención Nacional de Derecho Constitucional (CONADEC 2003). // Primer lugar del PREMIO de Investigación VII Taller "La Investigación Jurídica: un reto para la Universidad moderna" Facultad de Derecho y Ciencia Política UNMSM en categoría tesistas (2004). // Tercer lugar del II CONCURSO de artículos de investigación jurídica "La familia desde la perspectiva de los DDHH" organizado por el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial, la Comisión de Magistrados del Área de Familia del Año 2009, la Corte Superior de Justicia de Lima, y el Centro de Investigaciones Judiciales. // Miembro de la nómina de colaboradores de la REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS “Nómadas” de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología - Universidad Complutense de Madrid (UCM).// Premio del Concurso de Ponencias del I Congreso Internacional de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social (UNMSM, oct. 2025).
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