lunes, 15 de diciembre de 2025

CICUTEAR EN NUEVA YORK: LA AUTOGESTIÓN DE LA MUERTE

CICUTEAR EN NUEVA YORK: LA AUTOGESTIÓN DE LA MUERTE

Por Iván Oré Chávez

En el texto legal original del Medical Aid in Dying Act (Artículo 28‑F de la Ley de Salud Pública de Nueva York), la obligación de que el paciente se autoadministre el medicamento aparece en la sección de definiciones (§2899‑d). Allí se introduce el término self‑administer, definido como el acto afirmativo, consciente y voluntario de un individuo calificado de ingerir un medicamento para poner fin a su vida de manera humana y digna. La norma es tajante: la autoadministración no incluye la inyección letal ni la infusión letal.

Este detalle técnico es crucial. El médico prescribe y supervisa, pero no puede administrar directamente la sustancia. Eso sería eutanasia activa, prohibida por la ley. Para efectos de esta columna, acuñamos el verbo cicutear como metáfora crítica, evocando la cicuta de Sócrates: el acto de prescribir el veneno que el paciente debe beber por sí mismo. Y hablamos de médicos cicuteros para referirnos a aquellos profesionales que, bajo la cobertura de la norma, cumplen con el rol de acompañar y prescribir, pero nunca ejecutar.

La diferencia técnica y jurídica entre los métodos es clara. La ingestión oral está permitida: el paciente bebe o ingiere barbitúricos en dosis letales, ya sea en cápsulas, polvo disuelto o solución preparada. Es un acto voluntario y consciente, que la ley denomina “self‑administer”. En cambio, la inyección letal y la infusión letal están prohibidas. La primera implica una dosis única aplicada con jeringa; la segunda, una administración continua por vía intravenosa mediante goteo o bomba. Ambas requieren intervención activa de un tercero, lo que las convierte en eutanasia activa.

La ley distingue con precisión entre inyección e infusión porque en medicina y derecho sanitario no son lo mismo. La inyección es rápida y puntual; la infusión es lenta y controlada. Pero en ambos casos el médico introduce directamente la sustancia en el cuerpo del paciente. Por eso la norma los excluye expresamente, reservando la única modalidad legal a la autoadministración oral. En conclusión: una cosa es la inyección, otra la infusión, y ambas están prohibidas.

Cuando hablamos de barbitúricos en este contexto, nos referimos a medicamentos en forma de pastillas o cápsulas que el paciente debe ingerir. En la práctica clínica, los protocolos de suicidio asistido en Estados Unidos emplean secobarbital o pentobarbital, administrados por vía oral. El paciente recibe varias cápsulas que debe ingerir en una sola toma, o bien una solución bebible preparada para facilitar el proceso. En todos los casos, la solución final recae en el paciente.

La modificación legislativa está en el encabezado mismo del proyecto: se enmienda la Ley de Salud Pública añadiendo un nuevo artículo, el 28‑F, que contiene todas las disposiciones (§2899‑d a §2899‑s). No sustituye un artículo existente, sino que amplía la ley vigente con un capítulo dedicado a la asistencia médica para morir. Es una modificación por adición, que introduce un marco normativo completo.

Un detalle llamativo es que la ley nunca usa la palabra “barbitúricos”. El término que emplea es simplemente medication. En el articulado se habla de “medication to end the patient’s life in a humane and dignified manner”, pero nunca se menciona un principio activo ni una familia farmacológica. La razón es política y jurídica: mantener flexibilidad médica, evitar rigidez normativa y apañar la controversia. Así, el texto se centra en el procedimiento y las garantías, no en la farmacología.

En la práctica, sin embargo, los fármacos empleados son barbitúricos orales. La ley de Nueva York, como las de Oregon o California, se limita a decir “medication”, pero todos saben que detrás de esa palabra genérica se esconden cápsulas de secobarbital o soluciones de pentobarbital. La norma evita nombrarlos, pero la realidad clínica los convierte en protagonistas silenciosos.

La definición de “self‑administer” es clave porque delimita el método permitido: solo la ingestión oral voluntaria del medicamento por parte del paciente. La norma excluye cualquier forma de administración por terceros, que equivaldría a eutanasia activa. En este sentido, el verbo “cicutear” nos permite nombrar con crudeza lo que la ley disfraza con tecnicismos: el acto de entregar el veneno, bajo la solemnidad de un marco jurídico que convierte la muerte en procedimiento.

DE LOS BARBITÚRICOS A LA CICUTA.

La conclusión es clara: la ley no especifica el tipo de medicamento, pero la práctica médica lo traduce en barbitúricos orales. Es la manera de cumplir con la exigencia de que el paciente sea quien ejecute el acto final. Aquí es donde el verbo cicutear cobra fuerza: el médico cicutero prescribe la sustancia, el paciente la ingiere, y la ley legitima el procedimiento bajo la fórmula de “morir de manera humana y digna”.

El paralelismo con la Atenas clásica resulta inevitable. En ambos escenarios, el método es la autoadministración oral de una sustancia letal. Sócrates bebió la cicuta en presencia de discípulos y magistrados, pero lo hizo bajo la presión de una condena que no le dejaba otra opción: la aparente libertad de elegir se reducía a obedecer la sentencia o enfrentar la violencia del Estado. Del mismo modo, el paciente moderno ingiere barbitúricos en presencia de testigos que certifican identidad, capacidad y ausencia de coacción, aunque en realidad se encuentra condicionado por un sistema que no hace nada por facilitarle la vida. La inacción estatal y los tratamientos que lo hacen sentirse abandonado por el Estado y la sociedad lo empujan hacia la autoadministración como única salida. En ambos casos, el acto final lo ejecuta el propio individuo, pero la supuesta autonomía está atravesada por una estructura que disfraza la imposición como libertad.

El contexto normativo también se repite, aunque con matices distintos. En Atenas, la cicuta era un castigo judicial que se presentaba como cumplimiento de la ley, pero en realidad imponía una muerte sin alternativa. En Nueva York, la autoadministración aparece como un derecho médico bajo condiciones estrictas, aunque en la práctica se trata de una opción condicionada por la inacción del Estado y el abandono social: un sistema que no facilita la vida del paciente, que lo deja atrapado entre tratamientos insuficientes y la sensación de estar desamparado. En ambos casos, existe un marco legal que legitima la muerte y la convierte en procedimiento institucional, disfrazando la imposición bajo la retórica de la libertad.

La ritualidad es otro punto de contacto. Sócrates aceptó la cicuta como un acto de coherencia con la ley y su filosofía, pero en realidad lo hizo presionado por un sistema que no le dejaba alternativa, disfrazando la imposición como serenidad. La ley moderna habla de “morir de manera humana y digna” y exige la presencia de testigos para garantizar transparencia y legitimidad, pero esa solemnidad encubre la misma lógica: el paciente se ve obligado a cicutearse porque el Estado y la sociedad lo han abandonado, porque no existen políticas reales que hagan su vida más llevadera ni tratamientos que lo sostengan en su dignidad cotidiana. En ambos casos, la muerte se convierte en un acto público, regulado y acompañado, pero bajo un marco que convierte la presión en ritual y la imposición en apariencia de libertad.

La idea de dignidad atraviesa los dos mundos, pero en ambos casos se trata de una dignidad condicionada. Para Sócrates, era la dignidad de obedecer la ley y mantener la coherencia filosófica, aunque en realidad estaba sometido a una condena que lo obligaba a beber la cicuta. Para el paciente moderno, se presenta como la dignidad de decidir el final de su vida frente a una enfermedad terminal, pero esa decisión está marcada por la inacción del Estado y el abandono social, que lo dejan sin alternativas reales para vivir con dignidad. Distintos contextos, distintas motivaciones, pero un mismo eje simbólico: beber la sustancia letal como acto de autonomía aparente dentro de un marco normativo que disfraza la imposición como libertad.


Conclusión: Tanto la Ley de Nueva York como la Agenda 2030 comparten un mismo patrón: promesas de libertad y dignidad que encubren estructuras de imposición y abandono. La retórica suaviza la realidad, pero el resultado es el mismo: el individuo o la sociedad se ven empujados a aceptar una salida que no es realmente libre, sino consecuencia de la falta de alternativas. Los pueblos aceptan el discurso de sostenibilidad y dignidad, pero lo hacen bajo la presión de un sistema global que no ofrece alternativas reales. La retórica de “no dejar a nadie atrás” se convierte en un ritual político que legitima la desigualdad y el abandono, mientras los Estados continúan inactivos frente a las necesidades concretas de sus ciudadanos.

 

SOLUCION.

La solución no está en cicutear bajo marcos normativos que disfrazan la imposición como libertad, sino en recuperar lo que los antiguos llamaban ortonasia: el morir bien, acompañado, con dignidad real. La ortonasia no es un artificio jurídico ni un trámite administrativo, sino un proceso humano que reconoce la fragilidad y la necesidad de compañía en el último tramo de la vida.

En muchas culturas antiguas, los ancianos agonizantes eran acompañados por su comunidad hasta el final. La muerte no era un trámite solitario ni un acto burocrático, sino un proceso compartido, donde la presencia de los otros daba sentido y serenidad. La ortonasia se entendía como un morir natural, sin encarnizamiento terapéutico, pero tampoco con abandono. Era la comunidad la que sostenía al moribundo, devolviéndole humanidad en el momento más vulnerable.

El contraste con la ley moderna es evidente. La Ley de Nueva York habla de “morir de manera humana y digna”, pero en la práctica el paciente se ve empujado a autoadministrarse barbitúricos porque el Estado no facilita la vida ni ofrece cuidados paliativos suficientes. Es una dignidad aparente, porque la verdadera dignidad no está en beber un veneno, sino en ser acompañado, cuidado y sostenido hasta el final. La norma convierte la muerte en procedimiento, mientras la ortonasia la entiende como acto humano.

Un ejemplo contemporáneo lo encontramos en los hospicios de Madre Teresa y las Hermanas de la Caridad. Muchos que habían vivido infraumanamente agradecieron poder morir allí, porque la dignidad no era un concepto jurídico, sino una realidad concreta: limpieza, compañía, oración, afecto. Morir “como hombres” significaba recuperar humanidad en el último tramo de la vida, no ser abandonados a la soledad ni a la presión de un sistema que ofrece la muerte como única salida.

La conclusión es clara: la solución es portarse como humanos funcionales, capaces de acompañar, cuidar y sostener a los más vulnerables. La ortonasia —el morir bien, con dignidad real— no se logra con leyes que disfrazan la imposición como libertad, sino con hospitales, hospicios y comunidades que devuelvan humanidad al acto de morir. Solo así la dignidad deja de ser retórica y se convierte en experiencia concreta, vivida y agradecida.

https://www.deathwithdignityalbany.org/wp-content/uploads/MAID-2023-2024-Text.pdf


Sobre el autor: Iván Oré Chávez. PREMIO I Concurso de Investigación Jurídica de la Convención Nacional de Derecho Constitucional (CONADEC 2003). // Primer lugar del PREMIO de Investigación VII Taller "La Investigación Jurídica: un reto para la Universidad moderna" Facultad de Derecho y Ciencia Política UNMSM en categoría tesistas (2004). // Tercer lugar del II CONCURSO de artículos de investigación jurídica "La familia desde la perspectiva de los DDHH" organizado por el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial, la Comisión de Magistrados del Área de Familia del Año 2009, la Corte Superior de Justicia de Lima, y el Centro de Investigaciones Judiciales. // Miembro de la nómina de colaboradores de la REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS “Nómadas” de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología - Universidad Complutense de Madrid (UCM).// Premio del Concurso de Ponencias del I Congreso Internacional de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social (UNMSM, oct. 2025).

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