GUSTAVE LE BON
PSICOLOGÍA
DE LAS
REVOLUCIONES
DE LAS
REVOLUCIONES
La Revolución Francesa
INDICE
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|
Gustave Le Bon: Psicología
de las Masas
Hans J. Eysenck: Decadencia y Caída del Imperio Freudiano J.Ortega y Gasset: La Rebelión de las Masas |

La imagen que a través de esta obra emerge de las revoluciones en
general, y de la Revolución Francesa en particular, no es la que estamos
acostumbrados a ver. Hoy, sin duda alguna, Gustave Le Bon sería catalogado como
"políticamente incorrecto". Sin embargo, aún teniendo en cuenta
ciertos prejuicios y nociones — comunes si vamos al caso a todos los
intelectuales de fines del Siglo XIX y principios del XX, dado el nivel de la
ciencia y del conocimiento disponibles — la visión de este pensador francés sorprende
por su - a veces casi increíble - actualidad. De hecho, en varios pasajes
cuesta creer que no estamos leyendo algo actual sino una obra que ya tiene un
siglo de antigüedad.
Para acceder a una reseña biográfica y a los datos básicos del
autor, rogamos ver su ya citado trabajo "La Psicología de las Masas" también disponible en esta
Editorial.
La revisión de la Historia
La era presente no es tan sólo una época de descubrimientos; también
es un período de revisión de los múltiples elementos del saber. Habiendo
reconocido que hay fenómenos sobre los cuales la causa primera continúa siendo
inaccesible, la ciencia se ha puesto a examinar sus antiguas certezas y ha
demostrado su fragilidad. Hoy en día la ciencia ve como sus antiguos principios
se desvanecen uno a uno. La mecánica está perdiendo sus axiomas y la materia,
otrora el eterno sustrato de los mundos, se convierte en un simple agregado de
fuerzas efímeras en condensación transitoria.
A pesar de su aspecto conjetural, en virtud del cual hasta cierto
punto escapa a las formas más severas de la crítica, la Historia no se ha
librado de esta revisión universal. Ya no hay una sola de sus fases de la cual
podamos decir que es conocida con certeza. Lo que parecía haber sido
definitivamente adquirido, hoy resulta cuestionado.
Entre los hechos cuyo estudio parecía haber sido completado estaba
la Revolución Francesa. Analizada por varias generaciones de escritores uno
podría suponerla perfectamente dilucidada. ¿Qué cosas nuevas podrían decirse de
ella, exceptuando la modificación de algunos de sus detalles?
Sin embargo, sus defensores más acérrimos están comenzando a vacilar
en sus afirmaciones. La antigua evidencia ha demostrado estar lejos de ser
impecable. La fe en dogmas que alguna vez fueron considerados sagrados, se ha
sacudido. La reciente literatura sobre la Revolución deja entrever estas
incertidumbres. Habiendo establecido interrelaciones, los hombres se muestran
cada vez más renuentes a sacar conclusiones.
No sólo los héroes de este gran drama se discuten sin indulgencia
sino que hay pensadores que se están preguntando si el nuevo estado de cosas
que siguió al antiguo régimen no se hubiera establecido, sin violencias, en el
transcurso de una civilización progresiva. Los resultados obtenidos ya no
parecen condecirse ni con su costo inmediato, ni con las consecuencias más
remotas que la Revolución indujo a partir de las posibilidades de la Historia.
Varias causas condujeron a la revisión de este trágico período. El
tiempo ha calmado las pasiones, numerosos documentos han surgido gradualmente
de los archivos y el historiador está aprendiendo a interpretarlos en forma
independiente.
Pero es quizás la psicología moderna la que más efectivamente ha
influenciado nuestras ideas al permitirnos interpretar con más seguridad a los
hombres y a los motivos de su conducta.
Entre los descubrimientos que a partir de ella resultan aplicables a
la Historia debemos mencionar, por sobre todo, una comprensión más profunda de
las influencias ancestrales, de las leyes que gobiernan las acciones de las
masas, de los datos relacionados con la disgregación de la personalidad, del
contagio mental, de la formación inconsciente de creencias, y de la distinción
entre varias formas de lógica.
A decir verdad, estas aplicaciones de la ciencia, utilizadas en este
libro, no han sido empleadas así hasta ahora. Por lo general, los historiadores
se han limitado al estudio de los documentos, aunque aún este estudio ha sido
suficiente para plantear las dudas que he mencionado.
Los grandes eventos que configuran el destino de los pueblos –
revoluciones, por ejemplo, y el surgimiento de creencias religiosas – son a
veces tan difíciles de explicar que uno debe limitarse a una mera constatación.
Desde los tiempos de mis primeras investigaciones históricas he
quedado impresionado por el aspecto impenetrable de ciertos fenómenos
esenciales, especialmente aquellos relacionados con la génesis de creencias, y
he estado convencido de que estaba faltando algo fundamental; algo que
resultaba esencial para su interpretación. Habiendo la razón dicho todo lo que
podía decir no había nada más que esperar de ella y debían buscarse otros
medios para comprender lo que no había sido dilucidado.
Por un largo tiempo estas importantes cuestiones permanecieron
siendo oscuras para mí. Extensos viajes dedicados al estudio de los restos de
civilizaciones desaparecidas no hicieron mucho para arrojar luz sobre ellas.
Reflexionando sobre ello continuamente, me vi forzado a reconocer
que el problema se componía de una serie de otros problemas que debía estudiar
en forma separada. Lo hice durante un período de veinte años, presentado los
resultados de mis investigaciones en una sucesión de volúmenes.
Uno de los primeros estuvo dedicado al estudio de las leyes
psicológicas de la evolución de los pueblos. Habiendo demostrado que las razas
históricas – esto es, las razas formadas por los avatares de la Historia –
finalmente adquirían caracteres psicológicos tan estables como sus caracteres
anatómicos, intenté explicar cómo un pueblo transforma sus instituciones, su
idioma y sus artes. En la misma obra expliqué por qué personalidades
individuales, bajo la influencia de súbitos cambios ambientales, pueden llegar
a disgregarse por completo.
Pero, aparte de las colectividades fijas formadas por los pueblos,
existen colectividades móviles y transitorias conocidas como masas. Ahora
bien, estas masas o muchedumbres, con cuya ayuda se producen los grandes
movimientos históricos, poseen características absolutamente diferentes a las
de los individuos que las componen. ¿Cuáles son esas características y cómo
evolucionan? Este nuevo problema fue examinado en La
Psicología de las Masas.
Sólo después de estos estudios es que comencé a percibir ciertas
influencias que se me habían escapado.
Pero esto no fue todo. Entre los factores más importantes de la
Historia había uno preponderante: el factor de los credos. ¿Cómo nacen estos
credos? ¿Son realmente racionales y voluntarias como se enseñó durante tanto
tiempo? ¿No son más bien inconscientes e independientes de toda razón? Fue una
cuestión difícil, a la que me dediqué en mi último libro Opiniones y Credos.
Mientras la psicología considere que los credos son voluntarios y
racionales, los mismos seguirán siendo inexplicables. Habiendo demostrado que
usualmente son irracionales y siempre involuntarios, pude proponer una solución
a este importante problema y explicar cómo era que credos que ninguna razón
podía justificar resultaban admitidos sin dificultad por los espíritus más
ilustrados de todas las épocas.
A partir de allí, la solución de las dificultades históricas,
solución que durante tanto tiempo se había buscado, resultaba obvia. Llegué a
la conclusión de que, aparte de la lógica racional que condiciona al
pensamiento y que antes se consideraba nuestra única guía, existen formas muy
diferentes de lógica: lógica afectiva, lógica colectiva y lógica mística, que
suelen superar a la razón y engendrar los impulsos movilizadores de nuestra
conducta.
Habiendo establecido sólidamente este hecho, se me hizo evidente
que, si hay un gran número de eventos históricos frecuentemente incomprendidos,
ello es porque tratamos de interpretarlos a la luz de una lógica que, en
realidad, tiene muy escasa influencia sobre su génesis.
Todas estas investigaciones, resumidas aquí en unas pocas líneas,
demandaron largos años. Desesperando de completarlas, las abandoné más de una
vez para volver a esos trabajos de laboratorio en los cuales uno siempre está
seguro de hallarse lejos de la verdad para adquirir al menos algunos fragmentos
de certidumbre.
Pero, si bien es muy interesante explorar el mundo de los fenómenos
materiales, lo es aún más el descifrarlos; razón por la cual siempre he tenido
que volver a la psicología.
Debido a que ciertos principios deducidos de mis investigaciones
podían resultar fructíferos, resolví aplicarlos al estudio de eventos concretos
y, de este modo, fui llevado a ocuparme de la Psicología de las Revoluciones –
y concretamente, de la Revolución Francesa.
Procediendo al análisis de nuestra gran Revolución, la mayor parte
de las opiniones recabadas mediante la lectura de libros me decepcionaron, una
por una, aún cuando en un principio las hubiera considerado inconmovibles.
Para explicar este período debemos considerarlo como un todo, tal
como muchos historiadores lo han hecho. Está compuesto por fenómenos
simultáneos pero independientes el uno del otro.
Cada una de sus fases revela acontecimientos engendrados por leyes
psicológicas que operan con la regularidad de un mecanismo de relojería. Los
actores de este gran drama parecen moverse como los caracteres de una tragedia
predeterminada. Cada uno dice lo que debe decir; actúa como está destinado a
actuar.
Por cierto que los actores en el drama revolucionario diferían de
aquellos de un drama teatral en que no habían estudiado sus papeles, pero éstos
estaban dictados por fuerzas invisibles.
Precisamente porque estaban sujetos a la progresión inevitable de
lógicas que les resultaban incomprensibles, es que vemos a estos actores tan
superlativamente sorprendidos como lo estamos nosotros mismos ante los
acontecimientos en los que desempeñaron el papel de héroes. Nunca sospecharon
siquiera la existencia de los poderes invisibles que los forzaban a actuar. No
fueron los dueños, ni de su furia, ni de su debilidad. Hablaron en nombre de la
razón, pero de ninguna manera fue la razón la que los impulsó.
“Las decisiones que tanto se nos reprochan” – escribió
Billaud-Varenne – “la mayoría de las veces no estuvieron en nuestras
intenciones dos días antes, y aún hasta el día anterior de los hechos: sólo la
crisis las indujo.”
No es que debamos considerar a los acontecimientos de la Revolución
como determinados por una fatalidad inevitable. Los lectores de nuestras obras
sabrán que reconocemos en el ser humano de cualidades superiores la capacidad
de prever las fatalidades. Pero este ser humano se puede liberar tan sólo de
algunas pocas de ellas y con frecuencia se encuentra inerme frente a una
secuencia de hechos que, aún en sus inicios, escasamente hubieran podido ser
gobernados. El científico sabe cómo destruir el microbio antes de que éste
tenga tiempo de actuar, pero se sabe también impotente para prevenir la
evolución de la enfermedad resultante. Cuando cualquier cuestión origina
opiniones violentamente contradictorias, podemos estar seguros de que pertenece
a la provincia de los credos y no a la del conocimiento.
En un trabajo anterior hemos demostrado que el credo, de origen
inconsciente e independiente de toda razón, nunca puede ser influenciado por la
razón.
La Revolución – una tarea de creyentes – raramente ha sido juzgada
más que por creyentes. Execrada por algunos y alabada por otros, se ha
mantenido como uno de esos dogmas que resultan aceptados o rechazados en su
totalidad, sin la intervención de la lógica racional.
Si bien en sus comienzos una revolución religiosa o política puede
muy bien estar apoyada por elementos racionales, se desarrolla solamente por
medio de la ayuda de elementos místicos y afectivos que resultan absolutamente
extraños a la razón.
Los historiadores que han juzgado los acontecimientos de la
Revolución Francesa en el nombre de la lógica racional no pudieron
comprenderlos puesto que no fue esta forma de lógica la que dictó dichos
eventos. Puesto que los actores mismos de estos sucesos los comprendieron mal,
no estaremos lejos de la verdad al decir que nuestra Revolución fue un fenómeno
incomprendido, tanto por quienes la causaron como por quienes la describieron.
En ningún período de la historia los hombres comprendieron tan poco el
presente, ignoraron en tan gran medida el pasado y previeron el futuro de una
manera tan pobre.
. . . . . . . . .
El poder de la Revolución no residió en los principios que se
propuso propagar – los cuales, en realidad, eran cualquier cosa menos novedosos
– ni en las instituciones que pretendía fundar. El pueblo se interesa muy poco
por las instituciones y menos aún por las doctrinas. El hecho que la Revolución
haya sido realmente potente; que le hiciera a Francia aceptar la violencia, los
asesinatos, la ruina y el horror de una espantosa guerra civil; que, finalmente,
se defendiese victoriosa contra una Europa en armas; todo ello se debió a que
no fundó un nuevo sistema de gobierno sino una nueva religión.
Ahora bien, la Historia nos muestra cuan irresistible es el poder de
un credo fuerte. La misma invencible Roma cristiana tuvo que inclinarse ante
los ejércitos de pastores nómadas iluminados por la fe de Mahoma. Por la misma
razón, los reyes de Europa no pudieron resistir a los andrajosos soldados de la
Convención. Semejantes a apóstoles, estos soldados estuvieron dispuestos a
inmolarse con el sólo fin de propagar sus creencias las que, según su sueño,
habrían de renovar al mundo.
La religión así fundada tuvo la fuerza de las demás religiones, si
bien no su duración. No obstante, no murió sin dejar huellas indelebles, y su
influencia aún sigue activa.
No consideraremos a la Revolución como una tabula rasa de la
Historia, tal como sus apóstoles creyeron que sería. Sabemos que, a fin de
demostrar su intención de crear un mundo diferente del antiguo, iniciaron una
nueva era profesando el deseo de romper completamente con todos los vestigios
del pasado.
Pero el pasado nunca muere. Está más verdaderamente dentro de
nosotros mismos que fuera de nosotros. En contra de su propia voluntad, los
reformadores de la Revolución siguieron estando saturados del pasado y sólo
pudieron continuar, bajo otras denominaciones, las tradiciones de la monarquía,
incluso exagerando la autocracia y la centralización del Antiguo Régimen.
Tocqueville no tuvo dificultad en demostrar que la Revolución apenas si derrocó
lo que ya estaba por caer.
Si bien en realidad la Revolución destruyó poco, favoreció en cambio
la maduración de ciertas ideas que continuaron desarrollándose desde entonces.
La fraternidad y la libertad que proclamó nunca sedujeron mayormente
a los pueblos, pero la igualdad se convirtió en su Evangelio: fue el punto de
aplicación del socialismo y de toda la evolución de las ideas democráticas
modernas. Por lo tanto, podemos decir que la Revolución no terminó con el
advenimiento del Imperio, ni con las sucesivas restauraciones que la siguieron.
Secretamente, o a la luz del día, se ha desplegado lentamente y aún influye en
la mente de las personas.
El estudio de la Revolución Francesa, al cual gran parte de este
libro está dedicado, quizás le quitará al lector más de una ilusión al
demostrar que los libros que relatan la historia de la Revolución contienen de
hecho una masa de leyendas muy distantes de la realidad.
Es indudable que esas leyendas tendrán más vida que la historia misma.
No es cuestión de lamentar esto demasiado. Algunos pocos filósofos podrán estar
interesados en conocer la verdad, pero los pueblos siempre prefieren los
sueños. Sintetizando sus ideales, estos sueños siempre constituirán poderosos
motivos para la acción. “Uno perdería el coraje si éste no estuviera
sostenido por falsas ideas”– dijo Fontenelle. Juana de Arco, los Gigantes
de la Convención, la épica Imperial – todas estas maravillosas imágenes del
pasado siempre serán una fuente de esperanza en las lúgubres horas que siguen a
la derrota. Forman parte de un patrimonio de ilusiones que nuestros padres nos
han legado; ilusiones cuyo poder con frecuencia es mayor que el de la realidad.
El sueño, el ideal, la leyenda – en una palabra: lo irreal – es lo que le da
forma a la Historia.
PARTE I
LOS ELEMENTOS PSICOLÓGICOS DE LOS MOVIMIENTOS REVOLUCIONARIOS
LIBRO I
Características generales de las revoluciones
Características generales de las revoluciones
Capítulo I
Revoluciones científicas y políticas
Revoluciones científicas y políticas
En general, aplicamos el término de “revolución” a los cambios
políticos súbitos pero el término puede ser aplicado para denotar toda
transformación repentina, o transformaciones aparentemente repentinas, tanto
sea de creencias, ideas o doctrinas.
En otra obra hemos considerado el papel desempeñado por los factores
racionales, afectivos y místicos en la génesis de las opiniones y los credos
que determinan la conducta humana. No es preciso, pues, que volvamos sobre el
tema aquí.
Una revolución puede, finalmente, hacerse credo, pero es frecuente
que comience bajo la acción de motivos perfectamente racionales: la supresión
de abusos intolerables, la eliminación de un gobierno despótico detestado o de
un soberano impopular, etc.
Si bien el origen de una revolución puede ser perfectamente
racional, no debemos olvidar que las razones invocadas para prepararla no
ejercen una influencia sobre las masas hasta tanto no se hayan transformado en
sentimientos. La lógica racional puede señalar los abusos que han de ser
destruidos, pero, para movilizar a la multitud, hay que despertar las
esperanzas de la misma. Esto sólo puede ser realizado mediante la acción de
esos elementos afectivos y místicos que le otorgan al ser humano el poder de
actuar. Por ejemplo, por la época de la Revolución Francesa, la lógica
racional, en manos de los filósofos, demostró las inconveniencias del Antiguo
Régimen y excitó el deseo de modificarlo. La lógica mística inspiró el credo en
las virtudes de todos los miembros de una sociedad creada de acuerdo con
ciertos principios. Una lógica afectiva desencadenó las pasiones controladas
por los vínculos de eras anteriores y condujo a los peores excesos. La lógica
colectiva gobernó a Clubes y Asambleas impulsando a sus miembros a acciones que
ninguna lógica, ni racional, ni afectiva, ni mística, podría jamás haberlos
llevado a cometer.
Cualquiera que sea su origen, una revolución no produce resultados
mientras no haya penetrado en el espíritu de la multitud. Los acontecimientos
adquieren formas especiales que resultan de la peculiar psicología de las
masas. Por esta razón, los movimientos populares poseen características tan
pronunciadas que la descripción de una de ellas nos permitirá comprender a las
demás.
La multitud, por ende, es el agente de la revolución; pero no es su
punto de partida. La masa constituye un ser amorfo que no puede hacer nada y no
hará nada sin una cabeza que la conduzca. Superará rápidamente el impulso una
vez que lo haya recibido, pero jamás lo creará.
Las revoluciones políticas que tan fuertemente sorprenden a los
historiadores son, con frecuencia, las menos importantes. Las grandes
revoluciones son las de las costumbres y las del pensamiento. El cambiar el
nombre de un gobierno no transforma la mentalidad de un pueblo. El derrocar las
instituciones de un pueblo no reforma el espíritu de ese pueblo.
Las verdaderas revoluciones, aquellas que transforman los destinos
de los pueblos, la mayoría de las veces se logran tan lentamente que los
historiadores apenas si pueden señalar sus orígenes. El término de “evolución”
es, por lo tanto, por lejos más apropiado que el de “revolución”.
Los distintos elementos enumerados para la génesis de la mayoría de
las revoluciones no son suficientes para clasificarlas. Considerando tan sólo
el objetivo designado, las dividiremos en revoluciones científicas, políticas y
religiosas.
Las revoluciones científicas son, por lejos, las más importantes. A
pesar de que concitan sólo escasa atención, con frecuencia llevan en su seno
consecuencias remotas que las revoluciones políticas no engendran. Las
pondremos, pues, en primer lugar, aunque no podemos estudiarlas aquí.
Por ejemplo, si nuestras concepciones del universo han cambiado
profundamente desde la época de la Revolución, es porque los descubrimientos
astronómicos y la aplicación de métodos experimentales las han revolucionado al
demostrar que los fenómenos, en lugar de estar condicionados por los caprichos
de los dioses, se gobiernan por leyes invariables.
Debido a su lentitud, nos referimos a las revoluciones de esta
índole llamándolas, con propiedad, “evolución”. Pero hay otras que, si bien son
del mismo orden, merecen la denominación de “revolución” debido a su rapidez:
podríamos mencionar las teorías de Darwin que derribaron la totalidad de la
ciencia biológica en unos pocos años; los descubrimientos de Pasteur que
revolucionaron a la medicina durante la vida de su autor; y la teoría de la
disociación de la materia que demostró que el átomo, al que otrora se
consideraba eterno, no es inmune a las leyes que condenan a todos los elementos
del universo a declinar y perecer.
Estas revoluciones científicas del dominio de las ideas son
puramente intelectuales. Nuestros sentimientos y creencias no las afectan. Las
personas se someten a ellas sin discutirlas. Siendo sus resultados verificables
por la experiencia, escapan a toda crítica.
Por debajo y muy alejadas de estas revoluciones científicas que
generan el progreso de las civilizaciones, se encuentran las revoluciones
religiosas y políticas que no tienen ningún parentesco con las primeras.
Mientras las revoluciones científicas se derivan exclusivamente de elementos
racionales, los credos políticos y religiosos se sostienen casi exclusivamente
por factores afectivos y místicos. La razón desempeña un papel tan sólo tenue
en su génesis.
En mi libro “Opiniones y Creencias” he insistido con cierto
detalle sobre el origen afectivo de los credos, demostrando que un credo
político o religioso constituye un acto de fe, elaborado inconscientemente,
sobre el cual, a pesar de todas las apariencias, la razón no tiene poder
alguno. También demostré que el credo con frecuencia alcanza tal grado de
intensidad que nada puede oponérsele. La persona, hipnotizada por su fe, se convierte
en un apóstol dispuesto a sacrificar sus intereses, su felicidad y hasta su
propia vida por el triunfo de su fe. La incoherencia de su fe importa poco;
para él es una ardiente realidad. Las certidumbres de origen místico poseen el
maravilloso poder de un dominio completo sobre el pensamiento y sólo pueden
verse afectadas por el transcurso del tiempo.
Por el sólo hecho de ser considerado verdad absoluta, un credo
necesariamente se vuelve intolerante. Esto explica la violencia, el odio
y la persecución que fueron los escoltas habituales de las grandes revoluciones
políticas y religiosas; especialmente las de la Reforma y la Revolución
Francesa.
Ciertos períodos de la Historia francesa resultan incomprensibles si
olvidamos el origen afectivo y místico de los credos, su necesaria
intolerancia, la imposibilidad de reconciliarlos cuando entran en contacto
mutuo y, finalmente, el poder conferido por los credos místicos a los
sentimientos que se ponen a su servicio.
Los conceptos mencionados son todavía demasiado nuevos como para
haber modificado la mentalidad de los historiadores. Éstos continuarán
intentando explicar por medio de la lógica racional un cúmulo de fenómenos que
son extraños a dicha lógica.
Sucesos, tales como la Reforma, que atormentaron a Francia por un
período de cincuenta años, de ningún modo estuvieron determinados por
influencias racionales. Aún así, estas influencias racionales resultan
constantemente invocadas como explicaciones, incluso en los trabajos más
recientes. De esta forma, en la “Historia General” de los señores
Lavisse y Rambaud, podemos leer la siguiente explicación de la Reforma:
“Fue un movimiento espontáneo, nacido aquí y allá en medio de las
gentes, a partir de la lectura de las Sagradas Escrituras y las libres
reflexiones individuales que le fueron sugeridas a personas simples por una
conciencia extremadamente piadosa y un poder de razonamiento muy audaz.”
Contrariamente a la afirmación de estos historiadores, podemos decir
con certeza, en primer lugar, que esos movimientos jamás son espontáneos y, en
segundo término, que la razón no tiene parte alguna en su elaboración.
La fuerza de los credos políticos y religiosos que han sacudido al
mundo reside precisamente en el hecho de que, habiendo nacido de elementos
afectivos y místicos, no son ni creados ni dirigidos por la razón.
Los credos políticos o religiosos tienen un origen común y obedecen
a las mismas leyes. Se constituyen, no con la ayuda de la razón, sino, con
mucha mayor frecuencia, contrariando toda razón. El budismo, el Islam, la
reforma, el jacobinismo, el socialismo, etc. parecen ser formas de pensamiento
muy diferentes. Sin embargo, tienen bases afectivas y místicas idénticas y
obedecen a una lógica que no tienen afinidad alguna con la lógica racional.
Las revoluciones políticas pueden resultar de las creencias
establecidas en la mente de las personas, pero hay muchas otras causas que las
producen. La palabra “descontento” las resume a todas. Ni bien el descontento
se generaliza, surge un partido que con frecuencia adquiere la fuerza
suficiente como para luchar contra el gobierno.
Por lo general, el descontento tiene que haberse acumulado por un
tiempo largo para producir sus efectos. Por esta razón, una revolución no
siempre representa un fenómeno en vías de extinción, seguido por otro que
comienza, sino más bien un fenómeno continuo que de algún modo ha acelerado su
evolución. Todas las revoluciones modernas, sin embargo, han sido movimientos
abruptos que implicaron el derrocamiento instantáneo de los gobiernos. Así han
sido, por ejemplo, las revoluciones de Brasil, Portugal, Turquía y China.
Contrariamente a lo que podría suponerse, los pueblos muy
conservadores son adictos a las revoluciones más violentas. Siendo
conservadores, no tienen la capacidad de evolucionar lentamente, o de adaptarse
a las variaciones de su entorno, de modo que, cuando la discrepancia se hace
demasiado extrema, resultan condenados a adaptarse de un modo súbito. Esta
evolución repentina constituye una revolución.
Pueblos capaces de adaptarse progresivamente no siempre escapan a la
revolución. Sólo por medio de la revolución fueron los ingleses de 1688 capaces
de terminar con el conflicto que los había arrastrado por un siglo; un
conflicto que enfrentó a la monarquía – que buscaba hacerse absoluta – y la
nación – que reclamaba el derecho a gobernarse mediante sus representantes.
Las grandes revoluciones usualmente han comenzado por la cúspide, no
por la base; pero, una vez que el pueblo se desencadena, es a éste que la
revolución le debe su poder.
Es obvio que las revoluciones nunca han tenido lugar, y nunca
tendrán lugar, excepto con la ayuda de una importante fracción del ejército. La
realeza no desapareció de Francia el día en que Luis XVI fue guillotinado.
Desapareció en el preciso instante en que sus tropas amotinadas rehusaron
defenderlo.
Los ejércitos se desafectan más particularmente por contagio mental,
siendo que en su fuero interno son bastante indiferentes al estado de cosas
establecido. Ni bien una coalición de oficiales consiguió derrocar al gobierno
turco, los oficiales griegos pensaron en imitarlos y cambiar su propio gobierno
aún cuando no existía una analogía entre los dos regímenes.
Un movimiento militar puede derrocar a un gobierno – y en las
repúblicas hispanas el gobierno muy rara vez es derrocado por otros medios –
pero, si la revolución ha de producir grandes resultados, tendrá que estar
siempre basada sobre el descontento general y sobre esperanzas generales.
A menos que sea universal y excesivo, el descontento por si mismo no
es suficiente para producir una revolución. Es fácil conducir a un puñado de
personas al saqueo, a la destrucción y a la masacre; pero producir el
levantamiento de todo un pueblo – o de una gran proporción de ese pueblo –
requiere la continua o repetida acción de dirigentes. Éstos exageran el
descontento; persuaden a los disconformes de que el gobierno es la única causa
de todos los males – especialmente de las penurias predominantes – y le
aseguran a las personas que el nuevo sistema por ellos propuesto engendrará una
era de felicidad. Estas ideas germinan propagándose por sugestión y contagio,
con lo que finalmente llega el momento en que la revolución está madura.
La Revolución Cristiana y la Revolución Francesa se prepararon de
esta forma. Que la segunda se completara en unos pocos años mientras que la
primera requirió muchos, se debió al hecho de que la Revolución Francesa pronto
tuvo una fuerza armada a su disposición mientras que el cristianismo tardó
mucho en adquirir un poder material. Al principio, sus únicos adeptos fueron
los marginados, los pobres y los esclavos, poseídos por el entusiasmo de la
promesa de ver sus miserables vidas transformadas en una eternidad de dicha.
Por un fenómeno de contagio desde la base, del cual la Historia nos suministra
más de un ejemplo, la doctrina finalmente invadió los estratos superiores de la
nación, pero pasó mucho tiempo hasta que un emperador considerara a la nueva fe
lo suficientemente extendida como para convertirla en religión oficial.
Cuando triunfa un partido político, de un modo natural busca
organizar a la sociedad según sus intereses. La organización será diferente de
acuerdo a que la revolución haya sido llevada a cabo por los soldados, los radicalizados,
los conservadores, etc.
Las nuevas leyes e instituciones dependerán de los intereses del
partido triunfante y de las clases sociales que lo han asistido – el clero, por
ejemplo.
Si la revolución ha triunfado sólo después de una violenta lucha –
como fue el caso de la Revolución Francesa – los vencedores rechazarán de plano
todo el arsenal de la antigua ley. Los partidarios del régimen caído serán
perseguidos, exiliados o exterminados.
En estas persecuciones el máximo de violencia se produce cuando el
partido triunfante está defendiendo un credo además de sus intereses
materiales. En este caso, los conquistados no pueden esperar misericordia
alguna. De este modo se explica la expulsión de los moros de España, los Autos
de Fe de la Inquisición, las ejecuciones de la Convención, y las recientes
leyes contra las congregaciones religiosas en Francia.
El poder absoluto asumido por los vencedores los lleva a veces a
medidas extremas; como el decreto de la Convención ordenando el reemplazo del
oro por papel, la venta de bienes a precios predeterminados, etc. Muy pronto
este poder choca contra una pared de necesidades inevitables que vuelca a la
opinión pública en contra de la tiranía para, finalmente, dejarla inerme ante
un ataque – como sucedió al final de la Revolución Francesa. Lo mismo le
sucedió recientemente a un gobierno ministerial socialista australiano
compuesto casi exclusivamente de trabajadores. Promulgó leyes tan absurdas y
concedió tantos privilegios a los sindicatos que la opinión pública se rebeló
de una manera tan unánime que en tres meses terminó derrocado.
Pero los casos que hemos considerado son excepcionales. La mayoría
de las revoluciones ha sido llevada a cabo para colocar en el poder a un nuevo
soberano. Ahora bien, este soberano sabe muy bien que la primer condición para
mantenerse en el poder reside en no favorecer de un modo demasiado exclusivo a
una sola clase sino en tratar de conciliarlas a todas. Para lograrlo,
establecerá algún tipo de equilibrio entre ellas de manera tal que él mismo no
resulte dominado por ninguna. El permitir que una clase se vuelva predominante
equivale a condenarse inmediatamente a aceptar dicha clase como amo. Esta ley
es una de las más seguras de la psicología política. Los reyes de Francia la
entendieron muy bien cuando lucharon tan enérgicamente contra las intrusiones
de la nobleza primero y del clero después. Si no hubiesen procedido de ese modo
su destino hubiera sido el mismo que el de los emperadores alemanes de la Edad
Media quienes, excomulgados por el Papa, terminaron sojuzgados como Enrique IV
en Canossa, siendo obligados a peregrinar y a solicitar humildemente el perdón
de la Santa Sede.
Esta misma ley puede constatarse continuamente a lo largo del
transcurso de la Historia. Cuando hacia fines del Imperio Romano la casta
militar se volvió preponderante, los emperadores dependieron enteramente de sus
soldados quienes los nombraban y deponían a voluntad.
Fue, por lo tanto, una gran ventaja para Francia el que haya estado
gobernada por un monarca casi absoluto, poseedor de un poder que se suponía
otorgado por derecho divino y rodeado, por lo tanto, de un considerable
prestigio. Sin una autoridad así el rey no hubiera podido controlar ni a la
nobleza feudal, ni al clero, ni a los parlamentos. Si Polonia, hacia finales
del Siglo XVI, hubiera tenido también una monarquía absoluta y respetada, no
habría descendido por la vía de la decadencia que la llevó a su desaparición
del mapa de Europa.
Hemos mostrado en este capítulo cómo las revoluciones políticas
pueden estar acompañadas de importantes transformaciones sociales. Pronto
veremos cuan tenues son estas transformaciones comparadas con las producidas
por las revoluciones religiosas.
Capítulo II
Revoluciones Religiosas
1)- La importancia del estudio de las
revoluciones religiosas para comprender las grandes revoluciones políticas.
Una parte de este trabajo estará dedicada a la Revolución Francesa.
La misma estuvo repleta de actos de violencia que, naturalmente, tuvieron sus
causas psicológicas.
Estos acontecimientos excepcionales siempre nos llenarán de asombro
y hasta sentimos que resultan inexplicables. Sin embargo, se vuelven
comprensibles si consideramos que la Revolución Francesa, al constituir una
nueva religión, se hallaba condenada a obedecer las leyes que condicionan la
propagación de todos los credos. Su furia y sus hecatombes se volverán, así,
inteligibles.
Al estudiar la historia de una gran revolución religiosa – la de la
Reforma – veremos que una cantidad de elementos psicológicos que aparecen en
ella estuvieron también activos durante la Revolución Francesa. En ambas
descubriremos la influencia insignificante que el valor racional de un credo
tiene sobre su propagación, la ineficacia de las persecuciones, la
imposibilidad de establecer una tolerancia entre credos contrapuestos, y la
violencia y las desesperadas luchas que resultan del conflicto de credos
diferentes. También observaremos la explotación de un credo por parte de
intereses bastante independientes de dicho credo. Finalmente, veremos que es
imposible modificar las convicciones de las personas sin modificar también su
existencia.
Una vez verificados estos fenómenos, veremos claramente por qué el
evangelio de la Revolución fue propagado por los mismos métodos que todos los
evangelios religiosos, especialmente el de Calvino. No hubiera podido
propagarse de otra forma.
Pero, si bien hay estrechas analogías entre la génesis de una
revolución religiosa, tal como la Reforma, y la de una gran revolución política
como la nuestra, sus consecuencias remotas son muy diferentes, lo cual explica
la distinta duración que exhiben. En las revoluciones religiosas no hay una
experiencia que le pueda revelar a los fieles que están siendo decepcionados
puesto que tendrían que ir al cielo para descubrirlo. En cambio, en las
revoluciones políticas la experiencia pronto demuestra el error de una falsa
doctrina y obliga a las personas a abandonarla.
Así, hacia el fin del Directorio la aplicación de las creencias
jacobinas había conducido a Francia a tal ruina, pobreza y desesperación que
hasta los más salvajes jacobinos tuvieron que renunciar a su sistema. Nada
sobrevivió de sus teorías excepto algunos pocos principios que no pueden ser
verificados por la experiencia tales como la felicidad universal que la
igualdad supuestamente le otorgaría a la humanidad.
La Reforma terminaría ejerciendo una profunda influencia sobre los
sentimientos y las ideas morales de una gran proporción de la humanidad. Modesta
en sus comienzos, al principio fue una simple contienda contra los abusos del
clero y, desde un punto de vista práctico, un regreso a las prescripciones del
Evangelio. Nunca constituyó – como se ha pretendido – una aspiración a la
libertad de pensamiento. Calvino fue tan intolerante como Robespierre y todos
los teóricos de la época consideraban que la religión de los súbditos tenía que
ser la del príncipe que los gobernaba. Más aún: en cada país dónde la Reforma
se estableció, el soberano reemplazó al Papa de Roma, con los mismos derechos y
poderes.
En Francia, debido a la falta de publicidad y de medios de
comunicación, la nueva fe se extendió bastante lentamente al principio. Fue
hacia 1520 que Lutero reclutó algunos pocos adeptos y recién hacia 1535 el
nuevo credo se hallaba lo suficientemente extendido como para que algunas
personas considerasen necesario hacer arder en la hoguera a sus discípulos.
Siguiendo una bien conocida ley psicológica, estas ejecuciones
meramente favorecieron la propagación de la Reforma. Sus primeros seguidores
incluyeron a sacerdotes y magistrados pero la parte principal estaba
constituida por oscuros artesanos. Su conversión se produjo casi exclusivamente
por contagio mental y por sugestión.
Ni bien una nueva fe se extiende, podemos ver cómo a su alrededor se
agrupan personas indiferentes a la fe en si misma pero que encuentran en ella
un pretexto, o una oportunidad, para gratificar sus pasiones o su codicia. Este
fenómeno se observó por la época de la Reforma en muchos países, especialmente
en Alemania y en Inglaterra.
Habiendo Lutero enseñado que el clero no necesita riquezas, los
nobles alemanes hallaron muchos méritos en una fe que les permitía apropiarse
de los bienes de la Iglesia. Enrique VIII se enriqueció con una operación
similar. Soberanos a los que el Papa molestaba con frecuencia, sólo podían
simpatizar en términos generales con una doctrina que le agregaba un poder
religioso a sus poderes políticos convirtiendo a cada uno de ellos en otro
Papa. Lejos de disminuir el absolutismo de los gobernantes, la Reforma sólo lo
exageró.
La Reforma subvirtió a toda Europa y estuvo cerca de arruinar a
Francia convirtiéndola en un campo de batalla por un período de cincuenta años.
Nunca una causa tan insignificante desde un punto de vista racional produjo tan
grandes consecuencias.
He aquí una de las innumerables pruebas de que los credos se
propagan independientemente de toda razón. Las doctrinas teológicas que
despertaron las pasiones humanas tan violentamente, y especialmente las de
Calvino, ni siquiera merecen ser examinadas a la luz de una lógica racional.
Enormemente preocupado por su salvación y poseído de un excesivo
miedo al demonio – miedo que su confesor no pudo aplacar – Lutero buscó los
medios más seguros de agradar a Dios a fin de evitar el infierno.
Habiendo comenzado por negarle al Papa el derecho a vender
indulgencias, terminó negando su autoridad y la de la Iglesia por completo,
condenando las ceremonias religiosas, la confesión, el culto a los santos, y
declaró que los cristianos no deberían tener más reglas de conducta que la
Biblia. También consideró que nadie podía salvarse sin la gracia de Dios.
Esta última teoría, conocida como la de la predestinación, fue más
bien indefinida en Lutero pero resultó afirmada con precisión por Calvino que
la convirtió en el fundamento mismo de su doctrina, a la cual la mayoría de los
protestantes todavía adhieren. De acuerdo a él: “Desde toda la eternidad,
Dios ha predestinado a ciertos hombres a ser quemados y a otros a ser salvados.”
¿Por qué esta monstruosa iniquidad? Simplemente porque “ésa es la voluntad
de Dios”.
Por lo tanto, de acuerdo con Calvino – quien, por lo demás, tan sólo
desarrolló ciertas afirmaciones de San Agustín – un Dios todopoderoso se
divertiría creando a seres vivientes simplemente para mandarlos a la hoguera
por toda la eternidad, sin ninguna consideración por sus actos o sus méritos.
Resulta asombroso que una insanía tan repugnante pudiese subyugar a tantas
mentes durante tanto tiempo. ([1])
La psicología de Calvino no carece de afinidad con la de
Robespierre. Al igual que este último, haciéndose dueño de la verdad absoluta,
envió a la muerte a quienes no aceptaron sus doctrinas. Dios – afirmaba – desea
“que uno ponga a un lado toda compasión cuando se trata de luchar por su
gloria”.
El caso de Calvino y sus discípulos demuestra que las cuestiones
racionalmente más contradictorias se reconcilian perfectamente en las mentes
hipnotizadas por una fe. A los ojos de una lógica racional parecería imposible
fundar una moral sobre la teoría de la predestinación puesto que, hagan lo que
hagan, las personas, siempre tendrían la certeza de estar salvadas o condenadas
de antemano. No obstante, Calvino no halló dificultad alguna en erigir una
moral severísima sobre esta base totalmente carente de lógica. Considerándose
elegidos por Dios, sus discípulos quedaron tan henchidos de orgullo y de la
sensación de su propia dignidad que se sintieron obligados a servir de modelo
con sus conductas.
La nueva fe se propagó, no mediante discursos, menos aún por un
proceso de razonamiento, sino por el mecanismo descrito en una de nuestras
obras anteriores: esto es, por la influencia de afirmaciones, repeticiones,
contagio mental y prestigio. Mucho más tarde las ideas revolucionarias se
extenderían por Francia de la misma manera.
La persecución, como ya lo hemos indicado, tan sólo favoreció esta
propagación. Cada ejecución condujo a nuevas conversiones, al igual que en los
primeros años de la Iglesia cristiana. Anne Doubourg, concejal parlamentaria,
condenada a ser quemada viva, marchó a la pira exhortando a la muchedumbre a
convertirse. “Su firmeza” – describe un testigo – “produjo más
protestantes entre los hombres jóvenes de los colegios que los libros de
Calvino”.
Para impedir que los condenados le hablasen al pueblo se les cortaba
la lengua antes de quemarlos. El horror de sus sufrimientos se aumentó atando a
las víctimas a una cadena de hierro que le permitía a los verdugos arrastrarlos
al fuego y sacarlos del mismo varias veces sucesivamente.
Pero nada indujo a los protestantes a retractarse; ni aún la oferta
de una amnistía ofrecida luego de hacerles sentir las llamas.
En 1535, Francisco I, abandonando su previa tolerancia, ordenó que
se encendieran en París seis hogueras simultáneas. La Convención, según
sabemos, se limitó a una sola guillotina en la misma ciudad. Es probable que
los sufrimientos de las víctimas no hayan sido muy intolerables; la
insensibilidad física de los mártires cristianos ya ha sido remarcada. Los
creyentes están hipnotizados por su fe y sabemos que ciertas formas de hipnosis
generan una insensibilidad completa.
La nueva fe progresó rápidamente. En 1560 había dos mil iglesias
reformadas en Francia y muchos grandes nobles, al principio bastante
indiferentes, adhirieron a la nueva doctrina.
Ya he mencionado que la intolerancia es siempre una compañera de los
credos religiosos poderosos. Las revoluciones políticas y religiosas nos
ofrecen numerosas pruebas de este hecho, mostrándonos también que la
intolerancia mutua de sectarios de la misma religión es siempre mucho más
intensa que la de los defensores de credos remotos y extraños tales como el
cristianismo y el Islam. De hecho, si consideramos los credos por los cuales
Francia se encontró postrada por tanto tiempo, encontraremos que no se
diferencian sino en cuestiones accesorias. Católicos y protestantes adoraban
exactamente al mismo Dios y sólo se diferenciaban en la manera de venerarlo. Si
la razón hubiera desempeñado tan sólo un papel mínimo en la elaboración de su
fe, fácilmente les habría podido demostrar que a Dios debe serle bastante
indiferente el ver que los hombres lo veneran de un modo o de otro.
Al ser la razón impotente para afectar el cerebro de los
convencidos, protestantes y católicos continuaron con sus feroces conflictos.
Todos los esfuerzos de sus soberanos para reconciliarlos fueron en vano.
Catalina de Medicis, viendo que el partido de la Iglesia Reformada, a pesar de
la persecución, crecía día a día y atraía a un considerable número de nobles y
magistrados, pensó en desarmarlos en 1561 convocando en Poissy a una asamblea
de obispos y de pastores con el objetivo de fusionar a las dos doctrinas. Una
empresa semejante indica que la reina, a pesar de sus sutilezas, no sabía nada
de las leyes de la lógica mística. En toda la Historia no se puede citar un
solo caso de alguna doctrina que haya sido destruida por medio de la
refutación. Catalina ni siquiera sabía que la tolerancia – aunque sea posible,
con algunas dificultades, entre individuos – resulta imposible entre
colectividades. Su intento fracasó por completo. Los teólogos reunidos se
lanzaron textos e insultos por la cabeza pero nadie salió convencido. Catalina
creyó poder tener más éxito en 1562 promulgando un edicto que le otorgaba a los
protestantes el derecho a reunirse en la celebración pública de su culto.
Esta tolerancia, muy admirable desde un punto de vista filosófico
pero para nada sabio desde una óptica política, no tuvo otro resultado que el
de exasperar a las facciones. En el Mediodía de Francia, dónde los protestantes
se habían hecho más fuertes, persiguieron a los católicos. Trataron de
convertirlos por la violencia, les cortaron el cuello cuando no lo consiguieron
y saquearon sus catedrales. En las regiones en dónde los católicos eran más
numerosos los reformadores sufrieron persecuciones similares.
Hostilidades como éstas inevitablemente engendraron la guerra civil.
De esta manera surgieron las llamadas guerras de religión que durante tanto
tiempo derramaron la sangre de Francia. Las ciudades se asolaron, los
habitantes fueron masacrados y la lucha rápidamente adquirió esa especial
ferocidad característica de los conflictos religiosos y políticos, una
ferocidad que más tarde reaparecería en las guerras de La Vendee.
Ancianos, mujeres y niños; todos fueron exterminados. Cierto Baron
d’Oppede, primer presidente del Parlamento de Aix, ya había dado el ejemplo
matando a 3.000 personas en el transcurso de diez días, con crueldades
refinadas y destruyendo tres ciudades y veintidós poblados. Montluc, un digno
antecesor de Carrier, hizo tirar vivos a los calvinistas a los pozos hasta que
los mismos se llenaron. Los protestantes no fueron más humanos. No se
detuvieron ni ante las iglesias católicas y le dieron a las tumbas y a las
estatuas el mismo tratamiento que los delegados de la Convención le darían a
las tumbas reales de Saint Denis.
Bajo la influencia de estos conflictos, Francia se desintegró
progresivamente y, hacia el final del reinado de Enrique III, se encontró
parcelada en verdaderas y pequeñas repúblicas municipales confederadas formando
otros tantos estados soberanos. Los Estados de Blois pretendieron dictar sus
deseos a Enrique III quien había huido de su capital. En 1577, Lippomano, un
viajero que recorría Francia, vio a importantes ciudades – Orleans, Tours,
Blois, Poitiers – enteramente devastadas, con sus catedrales e iglesias en
ruinas y las tumbas profanadas. Casi la misma situación se dio en Francia al
final del Directorio.
Entre los sucesos de esta época, el que dejó el más negro recuerdo,
aunque quizás no haya sido el más sangriento, fue la masacre de San Bartolomé
en 1572, ordenada, de acuerdo con los historiadores, por Catalina de Medicis y
Carlos IX.
Uno no necesita profundos conocimientos de psicología para darse
cuenta de que ningún soberano podría haber ordenado un hecho semejante. El Día
de San Bartolomé no fue un crimen monárquico sino un crimen popular. Catalina
de Medicis, creyendo que su existencia y la del rey se hallaban amenazadas por una
conspiración dirigida por cuatro o cinco dirigentes protestantes que en ese
momento se hallaban en París, envió hombres para matarlos en sus domicilios
según el estilo sumario de la época. La masacre que siguió a continuación está
muy bien explicada por Battifil en los siguientes términos:
“Ante los informes de lo que estaba sucediendo, inmediatamente
corrió el rumor por todo París de que los hugonotes estaban siendo masacrados.
Caballeros católicos, soldados de la guardia, arqueros, hombres del pueblo, en
suma, todo Paris corrió a las calles con las armas en la mano a fin de
participar de la ejecución y la masacre general comenzó al son de feroces
gritos de ‘¡Maten! ¡Maten a los hugonotes!’ Se los abatió, se los ahogó, se los
colgó. Todos los que eran conocidos como herejes corrieron la misma suerte. Dos
mil personas fueron asesinadas en Paris.”
Por contagio, las gentes de las provincias imitaron a las de París y
entre seis a ocho mil personas fueron inmoladas.
Después de que el tiempo enfriara en algo las pasiones religiosas,
todos los historiadores, incluso los católicos, han hablado del Día de San
Bartolomé con indignación. Con ello se demuestra cuan difícil es para la
mentalidad de una época entender a la de otra época.
En su momento, lejos de ser criticado, el Día de San Bartolomé
provocó un entusiasmo indescriptible a través de toda la Europa católica.
Felipe II deliró de alegría cuando escuchó la noticia y el rey de
Francia recibió más congratulaciones que las que le hubieran dispensado luego
de ganar una gran batalla.
Pero, más que nadie, fue el Papa Gregorio XIII el que manifestó la
satisfacción más evidente. Hizo acuñar una medalla para conmemorar el feliz
acontecimiento ([2]),
ordenó el encendido de fuegos de artificio y salvas de cañonazos; celebró
varias misas e hizo llamar al pintor Vasari para que pintara sobre los muros
del Vaticano las principales escenas de la carnicería. Más tarde le envió al
rey de Francia un embajador con instrucciones de felicitarlo por su magnífica
acción. Son detalles históricos de este tipo los que nos permiten comprender la
mentalidad del creyente. Los jacobinos del Terror tenían una mentalidad muy
semejante a la de Gregorio XIII.
Naturalmente los protestantes no fueron indiferentes a tamaña
hecatombe e hicieron tales progresos que, en 1576, Enrique III se vio obligado
a garantizarles por el Edicto de Beaulieu una total libertad de culto, ocho
plazas fuertes y, en los parlamentos, cámaras compuestas mitad por católicos y
mitad por hugonotes.
Estas concesiones forzosas no condujeron a la paz. Se formó una Liga
Católica, con el Duque de Guise a la cabeza, y el conflicto prosiguió. Pero no
podía durar por siempre. Sabemos como Enrique IV le puso fin, al menos por un
tiempo, por su abjuración de 1593 y por el Edicto de Nantes.
La lucha se aquietó pero no terminó. Bajo Luis XIII los protestantes
todavía estaban inquietos y en 1627 Richelieu se vio obligado a poner sitio a
La Rochelle dónde perecieron 15.000 protestantes. Después, siendo poseedor de
más sentimientos políticos que religiosos, el famoso cardenal demostró ser
extremadamente tolerante hacia los reformadores.
Esta tolerancia tampoco podía durar. Credos contrarios no pueden
entrar en contacto sin buscar aniquilarse mutuamente ni bien uno de ellos se
siente capaz de dominar al otro. Bajo Luis XIV los protestantes se habían
vuelto por lejos más débiles que los católicos y se vieron forzados a renunciar
a la lucha y a vivir en paz. Por aquél entonces su número se hallaba alrededor
de 1.200.000 personas y poseían más de 600 iglesias atendidas por cerca de 700
pastores. La presencia de estos herejes resultaba intolerable al clero católico
que se propuso perseguirlos de varias maneras. Como estas persecuciones
arrojaron escasos resultados, Luis XIV recurrió a intimidarlos en 1685, año en
que muchos individuos perecieron pero sin mayores consecuencia ulteriores. Bajo
la presión del clero, especialmente de Bossuet, el Edicto de Nantes fue
revocado y los protestantes forzados a aceptar la conversión o abandonar
Francia. Esta desastrosa emigración duro largo tiempo y se dice que le costó a
Francia 400.000 habitantes; hombres de notable energía, desde el momento en que
tuvieron el coraje de proceder de acuerdo con su conciencia antes que de
acuerdo a sus intereses.
Si juzgásemos a las revoluciones religiosas por la tenebrosa
historia de la Reforma, estaríamos forzados a considerarlas como altamente
desastrosas. Pero no todas han desempeñado un papel similar siendo considerable
la influencia civilizadora de algunas de ellas.
Al darle a los pueblos una unidad moral, aumentan en forma
considerable su poder material. Vemos esto especialmente cuando una nueva fe,
traída por Mahoma, transforma las pequeñas e impotentes tribus de Arabia en una
formidable nación.
Una fe religiosa de esta clase no se limita a hacer más homogéneo a
un pueblo. Obtiene un resultado que ninguna filosofía, ningún código ha logrado
jamás; transforma sensiblemente algo que es casi inmodificable: la sensibilidad
de una raza.
Podemos ver esto en el período en que la revolución religiosa más
poderosa registrada por la Historia destronó al paganismo para sustituirlo por
un Dios que venía de las planicies de Galilea. El nuevo ideal demandaba
renunciar a todas las alegrías de la existencia a fin de adquirir la felicidad
eterna del cielo. No hay duda de que un ideal así fue fácilmente aceptado por
los pobres, los esclavizados, los desheredados que se encontraban privados de
las alegrías de la vida aquí abajo; aquellos a quienes se les ofrecía un futuro
encantador a cambio de una vida sin esperanzas. Pero la austera existencia, tan
fácilmente abrazada por los pobres, resultó aceptada también por los ricos.
Sobre todo en esto último es que se manifestó el poder de la nueva fe.
La revolución cristiana no sólo transformó las costumbres; también
ejerció por espacio de dos mil años una influencia preponderante sobre la civilización.
Cuando una fe religiosa triunfa, todos los elementos de la civilización se
adaptan naturalmente a ella, de modo tal que la civilización misma se
transforma en forma acelerada. Escritores, artistas y filósofos meramente
simbolizan en sus obras las ideas de la nueva fe.
Cuando una fe religiosa o política cualesquiera ha triunfado, no es
sólo que la razón resulta impotente para afectarla sino que ésta aún encuentra
motivos que la impelen a interpretar – y así justificar – a la fe en
cuestión, para de este modo tender a imponerla sobre los demás. Probablemente
existieron al menos tantos teólogos y oradores en los tiempos de Moloch para
demostrar la utilidad de los sacrificios humanos, como los que existieron en
otros períodos para glorificar a la Inquisición, la masacre de San Bartolomé o
las hecatombes del Terror.
No debemos esperar a ver pueblos poseedores de fuertes credos
dispuestos a lograr la tolerancia. Los únicos pueblos que consiguieron
establecer la tolerancia en el mundo antiguo fueron politeístas. Las naciones
que practican la tolerancia en los tiempos actuales son aquellas que bien
podrían ser definidas como politeístas puesto que están, como en Inglaterra y
América, divididas en innumerables sectas. Bajo nombres idénticos adoran, en
realidad, a deidades muy diferentes.
La multiplicidad de credos que resulta en una tolerancia semejante
finalmente también conduce a la debilidad. Arribamos por lo tanto a un problema
psicológico que no ha sido resuelto hasta ahora: el de cómo poseer una fe que sea,
al mismo tiempo, poderosa y tolerante.
La explicación precedente revela el gran papel desempeñado por las
revoluciones religiosas y el poder de los credos. A pesar de su escaso valor
racional, éstos le dan forma a la Historia y evitan que los pueblos sean una
masa de individuos sin cohesión ni vigor. El ser humano ha necesitado credos en
todas las épocas para orientar su pensamiento y guiar su conducta. Hasta ahora,
ninguna filosofía ha conseguido suplantarlos.
Capítulo III
La Acción de los Gobiernos en las Revoluciones
Muchas naciones modernas – Francia, España, Italia, Austria,
Polonia, Japón, Turquía, Portugal, etc. – han conocido revoluciones durante el
último siglo. Estas revoluciones se caracterizaron por lo súbito de su
aparición y por la facilidad con la que los gobiernos atacados resultaron
derrocados.
La naturaleza eruptiva de estas revoluciones se explica por la
rapidez del contagio mental que se produce en virtud de los modernos métodos
publicitarios. La débil resistencia de los gobiernos atacados es más
sorprendente. Implica una ineptitud total para comprender y prever, creada por
la ciega confianza en la fuerza propia.
Sin embargo, la facilidad con la que caen los gobiernos no es un
fenómeno nuevo. Ha sido constatado más de una vez, no sólo en sistemas
aristocráticos que siempre resultan derribados por conspiraciones palaciegas,
sino también en gobiernos perfectamente informados de la opinión pública por
medio de la prensa y a través de sus propios agentes.
Entre estas caídas súbitas, una de las más notables fue la que
siguió a las Ordenanzas de Carlos X. Este monarca, como sabemos, fue derrocado
en cuatro días. Su ministro Polignac no había tomado ninguna medida defensiva y
el rey estaba tan confiado en la tranquilidad de París que se había ido a
cazar. El ejército no le era hostil en lo más mínimo – contrariamente a lo que
ocurrió bajo el reinado de Luis XVI – pero las tropas, mal conducidas, se
desbandaron ante los ataques de unos pocos insurgentes.
El derrocamiento de Luis-Felipe fue aún más típico puesto que no
resultó de un acto arbitrario de parte del soberano. Este monarca no se hallaba
rodeado del odio que finalmente rodeó a Carlos X y su caída fue la consecuencia
de una insignificante revuelta que podría haber sido reprimida con facilidad.
Los historiadores que no consiguen comprender cómo un gobierno
sólidamente constituido, apoyado por un ejército impresionante, puede ser
derrocado por unos pocos revoltosos, naturalmente atribuyeron la caída de
Luis-Felipe a causas profundamente arraigadas. En realidad, la causa de su
caída fue la incapacidad de los generales encargados de su defensa.
Este caso es uno de los más instructivos que puede ser citado y
merece un momento de consideración. Ha sido perfectamente investigado por el
General Bonnal, a la luz de las notas de un testigo ocular, el General
Elchingen. Treinta y seis mil tropas estaban en ese momento en París pero la
debilidad y la incapacidad de sus oficiales hizo que fuese imposible
utilizarlas. Se dieron órdenes contradictorias y, finalmente, a la tropa se le
prohibió disparar contra la muchedumbre a la cual – y nada podía ser más
peligroso – hasta se le permitió mezclarse con los soldados. La revuelta tuvo
éxito sin lucha y obligó al rey a abdicar.
Aplicando al caso precedente nuestro conocimiento de la psicología
de las masas, el General Bonnal demuestra con qué facilidad se hubiera podido
controla la revuelta que derrocó a Luis-Felipe. Demuestra, especialmente, que,
si los oficiales al mando no hubieran perdido por completo la cabeza, hasta un
reducido número de soldados hubiera evitado que los insurgentes invadiesen la
Cámara de Diputados. Esta última, compuesta por monárquicos, ciertamente
hubiera proclamado al Conde de Paris bajo la regencia de su madre.
Fenómenos similares se observaron en las revoluciones de España y
Portugal.
Estos hechos revelan el papel de las pequeñas circunstancias
accesorias en los grandes acontecimientos y demuestran que no se debe hablar
tan ligeramente de las leyes generales de la Historia. Sin la revuelta que
derrocó a Luis-Felipe probablemente no hubiéramos visto ni la República de
1848, ni el Segundo Imperio, ni Sedan, ni la invasión, ni la pérdida de
Alsacia.
En las revoluciones de las que acabo de hablar el ejército no le
sirvió de ayuda al gobierno, pero tampoco se volvió contra el mismo. Es
frecuente que suceda de un modo diferente. Muchas veces es el ejército el que
hace la revolución, como en Turquía y en Portugal. Las innumerables
revoluciones de las repúblicas latinas de América han sido hechas por el
ejército.
Cuando la revolución es llevada a cabo por el ejército, los nuevos
gobernantes naturalmente caen bajo su dominación. Ya he recordado el hecho de
que ésta fue la situación hacia fines del Imperio Romano cuando los emperadores
fueron hechos y deshechos por la soldadesca.
Lo mismo ha sido observado a veces en tiempos modernos. El siguiente
extracto de un diario, con referencia a la revolución griega, muestra lo que le
sucede a un gobierno dominado por su ejército:
“Un día se anunció que ocho oficiales de la armada enviarían sus
renuncias si el gobierno no despedía a los dirigentes que ellos objetaban. En
otra oportunidad fueron los trabajadores agrícolas de una granja (metairie),
perteneciente al Príncipe de la Corona, que demandaban el reparto de las
tierras entre ellos. La armada protestó contra la promoción prometida al
Coronel Zorbas. El Coronel Zorbas, luego de una semana de discusiones con el
Teniente Typaldos, trataba con el Presidente del Consejo como un poder con otro
poder. Durante este período, la Federación de las Corporaciones injurió a los
oficiales de la armada. Un diputado demandó que estos oficiales y sus
familiares fuesen tratados como bandoleros. Cuando el Comandante Miaoulis
disparó contra los rebeldes, los marineros, que al principio habían obedecido a
Typaldos, regresaron a sus deberes. Ésta ya no es la Grecia armoniosa de
Pericles y Temístocles. Es el repugnante campo de Agramante.”
Una revolución no puede ser llevada a cabo sin la asistencia, o por
lo menos la neutralidad, del ejército pero es frecuente que el movimiento
comience sin él. Éste fue el caso de las revoluciones de 1830 y 1848, y la de
1870 que derribó al Imperio después de la humillación de Francia por la
rendición de Sedan.
La mayoría de las revoluciones tiene lugar en las capitales y se
propaga por contagio al resto del país; pero ésta no es una regla constante.
Sabemos que, durante la Revolución Francesa, La Vendee, Bretaña y el Mediodía
se alzaron simultáneamente contra París.
En la gran cantidad de revoluciones antes enumeradas hemos visto a
gobiernos perecer debido a su debilidad. Cayeron ni bien fueron tocados.
La Revolución Rusa (de 1905 - N. del T.) prueba que un
gobierno que se defiende enérgicamente puede llegar a triunfar.
Nunca una revolución amenazó más a un gobierno. Después de los
desastres sufridos en Oriente y las severidades de un régimen autocrático
demasiado opresor, todas las clases de la sociedad – incluyendo una porción del
ejército y de la flota – se habían declarado en rebeldía. Los ferrocarriles, el
correo y los servicios telegráficos estaban paralizados de modo tal que las
comunicaciones entre las distintas porciones del vasto imperio se hallaban
interrumpidas.
La clase rural misma, que constituía la mayoría de la nación,
comenzó a sentir la influencia de la propaganda revolucionaria. El sector de
los campesinos estaba desesperanzado. Por el sistema del mir, los
campesinos se veían obligados a cultivar un suelo que no podían adquirir. El
gobierno resolvió inmediatamente aplacar a esta gran clase de campesinos
convirtiéndolos en propietarios. Leyes especiales forzaron a los terratenientes
a venderle a los campesinos una porción de sus tierras y se crearon bancos
destinados a prestarle el necesario dinero a los compradores. Las sumas
prestadas debían ser devueltas en pequeñas anualidades deducidas del producto
de la venta de las cosechas.
Asegurada la neutralidad de los campesinos, el gobierno pudo
enfrentar a los fanáticos que se dedicaban a incendiar pueblos, arrojar bombas
entre la muchedumbre y a librar una guerra sin cuartel. Todos los que pudieron
ser aprehendidos fueron muertos. Un exterminio de esta clase es el único método
descubierto desde el inicio del mundo por medio del cual una sociedad puede ser
protegida de aquellos facciosos que desean destruirla.
Más allá de ello, el gobierno victorioso comprendió la necesidad de
satisfacer los reclamos legítimos de la porción ilustrada de la nación. Creó un
parlamento con instrucciones de preparar leyes y controlar gastos.
La historia de la Revolución Rusa nos muestra cómo un gobierno que
ha perdido sucesivamente todos sus sostenes naturales puede, con sabiduría y
con firmeza, triunfar sobre los más formidables obstáculos. Con mucho acierto
se ha dicho que los gobiernos no se derriban sino que cometen suicidio.([3])
Los gobiernos casi invariablemente luchan contra las revoluciones;
casi nunca las crean. Representando las necesidades del momento y a la opinión
general, siguen a los reformadores tímidamente; no los preceden. Sin embargo, a
veces, algunos gobiernos han intentado concretar esos cambios súbitos que
conocemos como revoluciones. La estabilidad o inestabilidad de la mentalidad
nacional decreta el éxito o el fracaso de esos intentos.
Tienen éxito cuando el pueblo sobre el cual el gobierno busca
imponer nuevas instituciones está compuesto por tribus semi-bárbaras, sin leyes
fijas, sin tradiciones sólidas; es decir, sin una mentalidad nacional
establecida. Tal fue la condición de Rusia en los días de Pedro el Grande.
Conocemos cómo intentó europeizar a las poblaciones semi-asiáticas por la
fuerza.
Japón es otro ejemplo de una revolución realizada por el gobierno,
pero fue su maquinaria, no su mentalidad, la que resultó reformada.
Hace falta un autócrata muy poderoso, secundado por un hombre de
genio, para tener éxito – aún parcialmente – en una empresa así. La mayoría de
las veces el reformador se encuentra con que todo el pueblo se alza en su
contra. Así, contrariamente a lo que acontece en una revolución típica, el
autócrata es revolucionario y el pueblo es conservador. Sin embargo, un estudio
minucioso pronto demostraría que los pueblos siempre son extremadamente
conservadores.
El fracaso es la regla en este tipo de intentos. Las revoluciones no
cambian el espíritu de los pueblos que llevan largo tiempo de establecidos,
tanto si son llevadas a cabo por las clases superiores como por las inferiores.
Solamente cambian aquellas cosas que, desgastadas por el tiempo, están listas
para caer.
China actualmente está haciendo un experimento muy interesante pero
imposible en su búsqueda por renovar súbitamente las instituciones del país por
medio del gobierno. La revolución que derrocó a la dinastía de sus antiguos
soberanos fue la consecuencia indirecta del descontento provocado por las
reformas que el gobierno había tratado de imponer con la intención de mejorar
las condiciones de China. La supresión del opio y de los juegos de azar, la
reforma del ejército y la creación de escuelas, trajo consigo un aumento de los
impuestos que, al igual que las reformas mismas, indispuso en gran medida a la
opinión general.
Unos pocos chinos cultos, educados en las escuelas de Europa,
aprovecharon este descontento para producir un levantamiento popular y
proclamar a la república, una institución acerca de la cual los chinos no
podían tener concepto alguno.
Seguramente esto no puede subsistir por mucho tiempo puesto que el
impulso que hizo nacer a la república no es un movimiento de progreso sino de
reacción. Para el chino intelectualizado por su educación europea, la palabra
“república” es simplemente un sinónimo del rechazo del yugo de leyes, reglas y
prohibiciones establecidas desde hace mucho tiempo. Cortándose la trenza,
cubriendo su cabeza con una gorra y llamándose republicano el joven chino
piensa que le ha dado rienda suelta a todos sus instintos. Ésta es,
aproximadamente, la misma idea que una gran parte del pueblo francés sostuvo
por la época de la gran Revolución.
China pronto descubrirá el destino que siempre le espera a una
sociedad privada de la armadura lentamente construida por el pasado. Después de
algunos pocos años de sangrienta anarquía le será necesario establecer un poder
cuya tiranía inevitablemente será por lejos más severa que aquella que ha
derrocado. La ciencia aún no ha descubierto el anillo mágico capaz de salvar a
una sociedad sin disciplina. No hay necesidad de imponer esa disciplina cuando
se ha vuelto hereditaria; pero cuando se ha permitido que los instintos primitivos
destruyan las barreras penosamente erigidas por lentos esfuerzos ancestrales,
las mismas no pueden ser reconstruidas excepto por una enérgica tiranía. ([4])
Como prueba de estas afirmaciones podemos traer a colación un
experimento análogo al emprendido por China: el recientemente intentado por
Turquía. Hace unos pocos años, jóvenes instruidos en escuelas europeas y llenos
de buenas intenciones consiguieron – con la ayuda de cierto número de militares
– derrocar a un Sultán cuya tiranía parecía insoportable. Habiendo adquirido
nuestra robusta fe latina en el poder mágico de las fórmulas, pensaron que
podían establecer el sistema representativo en un país semi-civilizado,
profundamente dividido por odios religiosos y con pueblos de diversas razas.
El intento no ha prosperado hasta ahora. Los autores de la reforma
tuvieron que aprender que, a pesar de su liberalismo, han sido forzados a
gobernar por métodos muy similares a los empleados por el gobierno derrocado.
No pudieron evitar ni las ejecuciones sumarias ni las masacres a mansalva de
cristianos, ni consiguieron tampoco poner remedio a un solo abuso.
Sería injusto hacerles reproches. En verdad, ¿qué hubieran podido
hacer para cambiar a un pueblo cuyas tradiciones han permanecido inmutables por
tanto tiempo, cuyas pasiones religiosas son tan intensas y cuyos mahometanos,
aún constituyendo una minoría, pretenden gobernar la sagrada ciudad de su fe de
acuerdo con su código? ¿Cómo evitar que el Islam siga siendo la religión del
Estado en un país cuya ley civil y cuya ley religiosa no están todavía
claramente separadas y en dónde la fe en el Corán es el único lazo por medio
del cual se puede mantener la idea de una nacionalidad?
Es difícil destruir un estado de cosas semejante. Por ello, lo que
veremos en el futuro es el restablecimiento de una organización autocrática
bajo la apariencia de constitucionalismo – es decir: prácticamente el antiguo
sistema otra vez. Estos intentos ofrecen un buen ejemplo del hecho que un
pueblo no puede elegir sus instituciones hasta que no ha transformado su
mentalidad.
Lo que diremos más tarde sobre el fundamento estable del ser
nacional nos permitirá apreciar el poder de los sistemas de gobierno
establecidos desde hace mucho tiempo, tales como las antiguas monarquías. Un
monarca puede ser fácilmente derrocado por conspiradores, pero éstos son
impotentes frente a los principios que el monarca representa. Napoleón, luego
de su caída, no fue reemplazado por su heredero natural sino por un heredero de
reyes. Este último encarnó un principio ancestral mientras que el hijo del
Emperador personificaba ideas que aún se hallaban imperfectamente establecidas
en la mentalidad de las personas.
Por la misma razón un ministro, por más capaz que sea, por más
grandes servicios que le haya prestado a su país, muy raramente podrá derrocar
a un soberano. Bismarck mismo no hubiera podido hacerlo. Este gran ministro
había creado por mano propia la unidad de Alemania. Y aún así, su rey sólo tuvo
que tocarlo con el dedo y desapareció. Un hombre no es nada ante un principio
sostenido por la opinión general.
Pero aún cuando, por varias razones, el principio encarnado en el
gobierno es aniquilado con ese gobierno, tal como sucedió en tiempos de la
Revolución Francesa, aún entonces los elementos de la organización social no
perecen todos al mismo tiempo.
Si de Francia no supiésemos nada aparte de los disturbios de los
últimos cien años o poco más, podríamos suponer al país viviendo en un estado
de profunda anarquía. No obstante su vida económica, industrial y hasta
política presenta, por el contrario, una continuidad que parece ser
independiente de todas las revoluciones y de todos los gobiernos.
El hecho es que, aparte de los grandes acontecimientos que registran
los tratados de Historia, están los pequeños hechos de la vida cotidiana que
los libros omiten mencionar. Estos hechos están gobernados por necesidades
imperiosas que no se detienen ante ninguna persona. Su masa total forma la
estructura real de la vida del pueblo.
Mientras que el estudio de los grandes acontecimientos nos muestra
que el gobierno nominal de Francia cambió frecuentemente a lo largo de un
siglo, un examen de los pequeños acontecimientos cotidianos nos demostrará que,
por el contrario, su gobierno real cambió muy poco.
¿Quiénes son los verdaderos gobernantes de un pueblo? En las grandes
crisis de la vida nacional son los reyes y los ministros, sin duda. Pero éstos
no desempeñan ningún papel en absoluto en las pequeñas realidades que
constituyen la vida de todos los días. Las reales fuerzas directrices de un
país son las administraciones, compuestas por elementos impersonales que nunca
se ven afectados por los cambios de gobierno. Conservadores de tradiciones, son
anónimos y duraderos, constituyendo un poder oculto ante el cual todos los
demás tendrán que inclinarse tarde o temprano. Su influencia incluso ha crecido
a tal grado que, como demostraremos más adelante, existe el peligro de que
puedan formar un Estado anónimo más poderoso que el Estado oficial. De este
modo Francia ha venido a ser gobernada por jefes de departamento y por empleados
públicos. Mientras más estudiamos la Historia de las revoluciones, más nos
encontramos con que no cambian prácticamente nada fuera del cartel en la
puerta. Crear una revolución es fácil; lo realmente difícil es cambiar el alma
de un pueblo.
Capítulo IV
El papel del pueblo en las revoluciones
El conocimiento acerca de un pueblo en cualquier momento de su
Historia implica comprender su entorno y, sobre todo, su pasado. Teóricamente
se puede negar ese pasado, como lo hicieron los hombres de la Revolución y como
lo hacen muchas personas de la actualidad, pero su influencia sigue siendo
indestructible.
En el pasado, construido por la lenta acumulación de los siglos, se
formó el conjunto de pensamientos, sentimientos, tradiciones y prejuicios que
constituyen la mentalidad nacional que hace al vigor de una raza. Sin este
conjunto no hay progreso posible. Cada generación necesitaría un nuevo inicio.
El conjunto que hace al espíritu de un pueblo sólo está firmemente
establecido si posee cierta rigidez; si bien esta rigidez no debe sobrepasar un
determinado límite ya que, en caso contrario, la maleabilidad no existiría.
Sin rigidez el espíritu ancestral no tendría fijación y sin
maleabilidad no podría adaptarse a los cambios del entorno que resultan del
progreso de la civilización.
Una excesiva maleabilidad de la mentalidad nacional impulsa a los
pueblos a revoluciones incesantes. Un exceso de rigidez conduce a la
decadencia. Las especies vivientes, como las razas humanas, desaparecen cuando,
demasiado rígidamente establecidas por un largo pasado, se vuelven incapaces de
adaptarse a las nuevas condiciones de existencia.
Pocos pueblos han conseguido establecer un justo equilibrio entre
estas dos cualidades contrapuestas de estabilidad y maleabilidad. Los romanos
de la antigüedad y los ingleses de los tiempos modernos pueden ser citados
entre los que mejor lo han logrado.
Los pueblos cuya mentalidad se halla más fija y establecida con
frecuencia producen las revoluciones más violentas. No habiendo tenido éxito en
evolucionar progresivamente y en adaptarse a los cambios del entorno, se ven
forzados a adaptarse violentamente cuando dicha adaptación se torna
indispensable.
La estabilidad se adquiere sólo lentamente. La Historia de una raza
es, por sobre todo, la Historia de sus largos esfuerzos por establecer su
mentalidad. Mientras no lo haya conseguido, constituye una horda de bárbaros
sin cohesión ni poder. Después de las invasiones ocurridas hacia fines del
Imperio Romano, a Francia le llevó varios siglos formarse una mentalidad
nacional.
Finalmente la adquirió; pero en el transcurso de los siglos esta
mentalidad terminó volviéndose demasiado rígida. Con un poco más de
maleabilidad, la antigua monarquía hubiera sido lentamente transformada – como
lo fue en otras partes – y podríamos haber evitado, junto con la Revolución y
sus consecuencias, la dura tarea de reconstruir un espíritu nacional.
Las consideraciones que anteceden nos muestran el papel que la raza
desempeña en la génesis de las revoluciones y explican por qué las mismas
revoluciones producirán consecuencias tan diversas en diferentes países; por
qué, por ejemplo, las ideas de la Revolución Francesa, recibidas con entusiasmo
por algunos pueblos, fueron rechazadas por otros.
Ciertamente Inglaterra, un país muy estable, sufrió dos revoluciones
y mató a un rey; pero el molde de su armadura mental permaneció lo
suficientemente estable como para retener las adquisiciones del pasado y lo
suficientemente maleable como para modificarlas dentro de los límites
necesarios. Nunca Inglaterra soñó, como lo hicieron los hombres de la
Revolución Francesa, con destruir su herencia ancestral a fin de erigir una
nueva sociedad en nombre de la razón.
“Mientras el francés” – escribe Sorel – “despreció a su
gobierno, detestó a su clero, odió a la nobleza y se rebeló contra las leyes,
el inglés estuvo orgulloso de su religión, su constitución, su aristocracia, su
Cámara de Lores. Estos elementos actuaron como otras tantas torres de la
formidable Bastilla en la que el inglés se atrincheró, bajo el estandarte
británico, para juzgar a Europa y cubrirla de desprecio. Admitió que el mando
estaba siendo disputado dentro del fuerte; pero ningún extranjero habría de
inmiscuirse.”
La influencia de la raza en el destino de los pueblos aparece
claramente en la Historia de las perpetuas revoluciones de las repúblicas
españolas en América del Sur. Compuestas por semi-castas, es decir: por
individuos cuyas herencias dispares han disociado sus características
ancestrales, estas poblaciones no poseen un espíritu nacional y, por lo tanto,
tampoco estabilidad. Un pueblo constituido por semi-castas siempre es
ingobernable.
Si quisiéramos aprender más acerca de las diferencias en capacidad
política que crea el factor racial deberíamos examinar a una misma nación
gobernada sucesivamente por dos razas.
El acontecimiento no es raro en la Historia. Se ha manifestado de
una forma conspicua últimamente en Cuba y en las Filipinas, que pasaron
repentinamente del gobierno de España al de los Estados Unidos.
Sabemos de la anarquía y pobreza en la que Cuba vivía bajo
dominación española; sabemos, también, del grado de prosperidad alcanzado por
la isla en unos pocos años después de caer en manos de los Estados Unidos.
La misma experiencia se repitió en las Filipinas que, por siglos,
habían sido gobernadas por España. Al final, el país no fue más que una gran
selva, hogar de epidemias de todo tipo, dónde una población miserable vegetaba
sin comercio ni industria. Después de unos pocos años de gobierno
norteamericano el país quedó totalmente transformado: la malaria, la fiebre
amarilla, las epidemias y el cólera habían desaparecido por completo. Se
desagotaron los pantanos, el país se cubrió de ferrocarriles, fábricas y
escuelas. En trece años la tasa de mortalidad se redujo en dos tercios.
Es a estos ejemplos que debemos referir al teórico que aún no ha
comprendido el profundo significado de la palabra “raza”, ni tampoco la medida
en que el espíritu ancestral de un pueblo gobierna su destino.
El papel de los pueblos ha sido el mismo en todas las revoluciones.
Nunca es el pueblo el que las concibe ni el que las dirige. La actividad
revolucionaria es desatada por medio de dirigentes.
Sólo cuando están involucrados los intereses directos del pueblo es
que vemos, como recientemente en Champagne, a una fracción del pueblo
levantarse espontáneamente. Un movimiento localizado de esta manera constituye
una simple revuelta.
La revolución es fácil cuando sus dirigentes son muy influyentes. De
esto Portugal y Brasil han suministrado pruebas hace poco. Pero las nuevas
ideas penetran en el pueblo muy lentamente por cierto. Por lo general, el
pueblo acepta una revolución sin saber por qué y cuando, por casualidad,
consigue entender por qué, la revolución ya ha terminado hace rato.
El pueblo creará una revolución porque será persuadido de hacerla,
pero no comprende gran cosa de las ideas de sus líderes; las interpretará a su
manera y esta manera de ningún modo es la de los verdaderos autores de la
revolución. La Revolución Francesa ofreció un claro ejemplo de este hecho.
La Revolución de 1789 tuvo por real objetivo la sustitución del
poder de la nobleza por el de la burguesía; esto es: una vieja élite que se
había vuelto incapaz habría de ser reemplazada por una nueva élite más capaz.
Nadie se hizo una gran cuestión del pueblo en esta primera fase de
la Revolución. Se proclamó la soberanía del pueblo, pero limitada al derecho de
elegir a sus representantes.
Extremadamente ignorante, sin esperar – como las clases medias – a
ascender en la escala social, no sintiéndose de ningún modo igual a los nobles
ni aspirando jamás a convertirse en su igual, el pueblo tenía una visión y unos
intereses muy diferentes de los de las clases altas de la sociedad.
Las disputas de la asamblea con el poder monárquico indujeron a ésta
a hacer intervenir al pueblo en las controversias. Así pues, intervino cada vez
más y la revolución burguesa se convirtió rápidamente en una revolución
popular.
Siendo que una idea no posee poder por si misma y actúa solamente en
virtud de poseer un sustrato afectivo y místico que la sostiene, las ideas
teóricas de la burguesía, antes de que pudieran actuar sobre el pueblo,
tuvieron que ser transformadas en una nueva y muy definida fe, emergente de
intereses prácticos obvios.
La transformación se produjo rápidamente cuando el pueblo escuchó
que, aquellos hombres a quienes veía como gobernantes, proclamaban la igualdad
del pueblo con las anteriores autoridades. A partir de ello, el pueblo comenzó
a considerarse una víctima y procedió a saquear, incendiar y masacrar,
imaginándose que haciéndolo estaba ejerciendo un derecho.
La gran fuerza de los principios revolucionarios consistió en darle
libre curso a los instintos de barbarie primitiva que habían sido contenidos
por la secular acción inhibitoria del entorno, la tradición y la ley.
Todos los lazos sociales que antes habían contenido a la multitud se
disolvieron de un día para el otro. De este modo, la masa concibió la noción de
un poder ilimitado y el placer de ver a sus antiguos amos expulsados y
despojados. Habiéndose convertido en pueblo soberano ¿acaso no le estaba todo
permitido?
El lema de “Libertad, Igualdad, Fraternidad” – una verdadera
manifestación de esperanza y fe al comienzo de la Revolución – pronto sirvió
tan sólo para cubrir la justificación legal de los sentimientos de envidia,
codicia y odio al superior, que son los verdaderos motivos de las masas no
contenidas por la disciplina. Es por esto que la Revolución pronto desembocó en
desórdenes, violencia y anarquía.
Desde el momento en que la Revolución descendió de las clases medias
hasta las clases bajas de la sociedad, lo racional dejó de dominar por sobre lo
instintivo y, al contrario, se convirtió en un esfuerzo de lo instintivo por
imponerse a lo racional.
El triunfo legal de los instintos atávicos fue terrible. Todo el
esfuerzo de las sociedades – un esfuerzo indispensable para la continuidad de
su existencia – siempre ha sido el de restringir – gracias al poder de la
tradición, las costumbres, y los códigos – ciertos instintos naturales que el
ser humano ha heredado de su animalidad primitiva. Es posible dominar estos
instintos – y mientras más los supere un pueblo, más civilizado será – pero no
es posible eliminarlos. La influencia de varias causas estimulantes rápidamente
ocasionará su reaparición.
Es por esto que la libración de las pasiones populares resulta tan
peligrosa. El torrente, una vez salido de cauce, no regresa al mismo hasta que
no ha extendido la devastación a todo su alrededor. “¡Ay de aquél que
revuelva la basura de una nación!” – dijo Rivarol al principio de la
Revolución – “No existe la era de la ilustración para la plebe”.
Las leyes de la psicología de las masas nos demuestran que el pueblo
nunca actúa sin dirigentes y que, si bien desempeña un papel considerable en
las revoluciones siguiendo y exagerando los impulsos que recibe, nunca dirige
sus propios movimientos.
En todas las revoluciones políticas descubrimos la acción de
líderes. No son los que crean las ideas que sirven de base a las revoluciones,
pero las utilizan como medios para la acción. Ideas, líderes, ejércitos y masas
constituyen cuatro elementos y todos ellos tienen un papel a desempeñar en las
revoluciones.
La multitud, excitada por los líderes, actúa especialmente por medio
de su masa. Su acción es comparable a la del proyectil que perfora un blindaje
gracias a la potencia de una fuerza que no ha creado. Es raro que una multitud
comprenda algo de las revoluciones logradas con su asistencia. Sigue
obedientemente a sus líderes sin siquiera tratar de averiguar qué es lo que
quieren. Derrocó a Carlos X por sus Ordenanzas sin tener idea alguna del
contenido de las mismas y hubiera quedado muy perpleja si, con posterioridad a
los hechos, se le hubiera preguntado por qué derrocó a Luis-Felipe.
Engañados por apariencias, muchos autores, desde Michelet a Aulard,
han supuesto que el pueblo hizo nuestra gran Revolución.
“El actor principal” – dijo Michelet – “es el pueblo.”
“Es un error decir” – escribe Aulard – “que la Revolución
Francesa fue hecha por algunas pocas personas distinguidas o por unos pocos
héroes... Yo creo que en toda la Historia incluida entre 1789 y 1799 no se
destaca una sola persona que haya guiado o dado forma a los acontecimientos: ni
Luis XVI, ni Mirabeu, ni Danton, ni Robespierre. ¿Debemos decir que fue el
pueblo francés el verdadero héroe de la Revolución Francesa? Sí – a condición
de ver al pueblo francés no como una masa sino como una cantidad de grupos
organizados.”
Y, en un trabajo reciente, Cochin insiste en su concepción de la
acción popular:
“Y aquí está el milagro: Michelet tiene razón. A medida en que
los conocemos mejor, los hechos parecen consagrar a la ficción: esta
muchedumbre, sin jefes y sin leyes, la propia imagen del caos, durante cinco
años gobernó, mandó, habló y actuó, con una precisión, una consistencia y una
entereza que fueron maravillosas. La anarquía dio clases de órden y disciplina
al derrotado partido del órden ... veinticinco millones de personas,
distribuidas por un área de 30.000 leguas cuadradas, actuaron como un solo
hombre.”
Ciertamente, si esta conducta simultánea del pueblo hubiese sido tan
espontánea como lo supone el autor citado, el hecho habría sido maravilloso.
Aullard mismo comprende muy bien las imposibilidades de un fenómeno así puesto
que, hablando del pueblo, se toma el buen recaudo de decir que se está
refiriendo a grupos y que esos grupos podrían haber estado guiados por líderes:
“¿Y qué fue, entonces, lo que cimentó la unidad nacional? ¿Quién
salvó a esta nación atacada por el rey y desgarrada por la guerra civil? ¿Fue
Danton? ¿Fue Robespierre? ¿Fue Carnot? Ciertamente, estos hombres individuales
fueron útiles; pero de hecho la unidad se mantuvo y la independencia se aseguró
agrupando a los franceses en comunas y sociedades populares – clubes del
pueblo. Fue la organización municipal y jacobina de Francia la que obligó a la
coalición europea a retroceder. Pero en cada grupo, si miramos más de cerca,
había dos o tres individuos más capaces que el resto quienes, ya fuesen
dirigentes o dirigidos, ejecutaron decisiones y tenían el aspecto de líderes
pero quienes (si leemos, por ejemplo, los procedimientos de los clubes
populares) parecen haber tomado su fuerza mucho más de su grupo de que ellos
mismos.”
El Error de Aulard consiste en suponer que todos estos grupos
surgieron “de un movimiento espontáneo de fraternidad y razón”. Por
aquella época Francia estaba cubierta por miles de pequeños clubes que recibían
su impulso del gran Club Jacobino de París al cual obedecían con perfecta
docilidad. Esto es lo que la realidad nos enseña, aún cuando las ilusiones de
los jacobinos no les permitan aceptar el hecho. ([5])
A fin de hacer concordar ciertas concepciones teóricas, el pueblo ha
sido convertido en una entidad mística dotada de todos los poderes y de todas
las virtudes. Los políticos lo alaban incesantemente y lo cubren de lisonjas.
Veamos que podemos hacer con esta concepción del papel desempeñado por el pueblo
en la Revolución Francesa.
Para los jacobinos de aquella época, al igual que para los de
nuestros días, este ente popular constituye una personalidad superior que posee
el atributo, propio de las divinidades, de no tener que responder nunca por sus
acciones y de no equivocarse jamás. Sus deseos deben ser humildemente
aceptados. El pueblo podrá matar, incendiar, saquear, cometer las crueldades
más espantosas, glorificar a su héroe hoy para arrojarlo a la cloaca mañana; es
igual: los políticos no cesarán de alabar sus virtudes, su superior sabiduría,
y de inclinarse ante cada una de sus decisiones.
([6])
“El conflicto con los socialistas” – escribe Clemenceau – “consiste
en otorgarle toda virtud, a modo de razón sobrehumana, a una masa de cuya
racionalidad no puede haber mucho para enorgullecerse”. El famoso estadista
podría haber dicho más correctamente que la razón no sólo no puede descollar en
la multitud sino que resulta prácticamente inexistente.
Ahora bien, ¿en qué consiste realmente esta entidad, este misterioso
fetiche al cual los revolucionarios han reverenciado por más de un siglo?
Puede dividirse en dos categorías distintas. La primera incluye a
los campesinos, comerciantes y trabajadores de todo tipo que necesitan paz y
órden para ejercer su vocación. Estas personas constituyen la mayoría, pero una
mayoría que nunca provocó una revolución. Al vivir en un silencio laborioso, es
ignorada por los historiadores.
La segunda categoría, que desempeña un papel capital en todos los
disturbios nacionales, se compone de un residuo subversivo social dominado por
una mentalidad criminal. Degenerados por el alcoholismo y la pobreza, ladrones,
pordioseros, “casuales” destituidos, trabajadores indiferentes sin empleo –
éstos son los que constituyen el peligroso grueso de los ejércitos de la
insurrección.
En tiempos normales, el miedo al castigo impide que muchos de ellos
se conviertan en criminales; pero se vuelven criminales ni bien pueden seguir
sus bajos instintos sin riesgo.
A este siniestro sustrato se deben las masacres que ensangrientan
todas las revoluciones.
Fue esta clase la que, guiada por sus líderes, continuamente invadió
las grandes Asambleas revolucionarias. Estos regimientos del desorden no tenían
otro ideal que el de la masacre, el saqueo y el incendio. Su indiferencia a las
teorías y a los principios fue total.
A los elementos reclutados de los sedimentos más bajos del populacho
se le suma, por la vía del contagio, una hueste de personas indiferentes que
simplemente resultan arrastradas por el movimiento. Gritan porque hay personas
gritando, se rebelan porque hay una revuelta, y todo sin tener la más vaga idea
de la causa de los gritos o de la revolución. El poder sugestivo de su entorno
los hipnotiza absolutamente y los impulsa a la acción.
Las multitudes ruidosas y malévolas, el núcleo de todas las
insurrecciones desde la antigüedad hasta nuestros días, son las únicas
multitudes que conoce el orador. Para este orador, dichas multitudes
constituyen el pueblo. En realidad, este pueblo soberano esta compuesto
principalmente del bajo populacho del cual Thiers dijo:
“Desde la época en que Tácito lo vio aplaudir los crímenes de los
emperadores, el vil populacho no ha cambiado. Estos bárbaros que pululan en el
fondo de las sociedades están siempre listos para atacar a las gentes con
cualquier crimen, se encuentran ante el comedero de cualquier poder y deshonran
cualquier causa.”
En ningún período de la Historia los elementos más bajos de la
población desempeñaron un papel tan duradero como durante la Revolución
Francesa.
Las masacres comenzaron ni bien le fueron quitadas las cadenas a la
bestia – esto es: a partir de 1789, mucho antes de la Convención. Se llevaron a
cabo con todos los posibles refinamientos de la crueldad. Durante las matanzas
de Septiembre los prisioneros fueron lentamente cortados en pedazos a golpes de
espada a fin de prolongar sus agonías y divertir a los espectadores que
sintieron el mayor de los placeres ante el espectáculo de las convulsiones de
las víctimas y sus gritos de agonía.
Escenas similares se observaron por toda Francia, incluso durante
los primeros días de la Revolución, cuando todavía ni una guerra con el
extranjero ni ningún otro pretexto les podía servir de excusa.
De Marzo a Septiembre toda una serie de incendios, matanzas y
saqueos llenaron a Francia de sangre. Taine cita ciento veinte de estos casos.
Rouen, Lyons, Strasbourg, etc. cayeron en poder del bajo populacho.
El alcalde de Troyes, con sus ojos destrozados a golpes de tijera,
fue asesinado después de horas de sufrimiento. El coronel de dragones Belsuce
fue cortado en pedazos en vida. En muchos lugares el corazón de las víctimas
fue arrancado y paseado por la ciudad en la punta de una pica.
Ése es el comportamiento del bajo populacho ni bien manos
imprudentes rompen la red de contención que frena su salvajismo ancestral.
Encuentra total indulgencia porque los políticos tienen interés en halagarlo.
Pero supongamos por un momento que los miles de seres que lo constituyen se
condensan en un único ser. La personalidad así formada aparecería como un
monstruo abominable, cruel y obtuso, más horrible que el más sangriento de los
tiranos de la Historia.
Este pueblo, impulsivo y feroz, siempre ha sido fácilmente dominado
en el instante mismo de tener que enfrentar a un poder fuerte. Si su violencia
es ilimitada, lo es también su servilismo. Todos los despotismos lo han tenido
de sirviente. Todos los Césares estuvieron seguros de ser aclamado por él,
háyanse llamado Calígula, Nerón, Marat, Robespierre o Boulanger.
Aparte de las hordas destructoras cuya acción durante una revolución
es primordial, existe – como ya lo hemos mencionado – la masa de auténtico
pueblo que sólo exige el derecho a trabajar. A veces se beneficia de las
revoluciones, pero nunca las ocasiona. Los teóricos revolucionarios saben poco
de ella y le desconfían, conscientes de su base tradicional y conservadora.
Siendo el núcleo resistente de un país, este pueblo hace a su fuerza y
continuidad.
Extremadamente dócil por miedo, fácilmente influenciable por sus
dirigentes, momentáneamente cometerá cualquier exceso mientras se halle bajo la
influencia de éstos. Pero la inercia ancestral de la raza pronto se hará cargo
de nuevo, siendo ésta la razón por la que tan rápidamente se cansa de una
revolución. En ese momento, lo que hace es buscar a un líder que restaure el
órden.
Este pueblo, resignado y pacífico, evidentemente no posee
concepciones políticas muy elevadas ni complicadas. Su idea del Estado es
siempre muy simple y algo muy parecido a una dictadura. Por eso es que, desde
los griegos hasta nuestros días, la dictadura siempre ha seguido a la anarquía.
La siguió después de la primer Revolución cuando Napoleón fue aclamado y
nuevamente cuando, a pesar de la oposición, cuatro plebiscitos sucesivos
elevaron a Luis Napoleón a la cabeza de la república, ratificaron su golpe de
Estado, restablecieron el Imperio y, en 1870, antes de la guerra, aprobaron su
gobierno.
Sin duda, en estos últimos casos, el pueblo fue engañado. Pero sin
las conspiraciones revolucionarias que condujeron al desorden no hubiera sido
impulsado a buscar los medios de escapar del mismo.
Los hechos señalados en este capítulo no deben ser olvidados si deseamos
comprender en un todo los diferentes papeles del pueblo durante una revolución.
La acción del pueblo es considerable, pero muy distinta de la imaginada por las
leyendas cuya vigencia se debe únicamente a su repetición.
LIBRO II
Las mentalidades predominantes durante la revolución
Capítulo I
Variaciones individuales de carácter en épocas revolucionarias.
En otra parte me he ocupado extensamente de una teoría del carácter
sin la cual es absolutamente imposible entender distintas transformaciones o
inconsistencias de conducta que ocurren en determinados momentos, especialmente
en tiempos revolucionarios. He aquí los puntos principales de esta teoría:
Aparte de su mentalidad habitual, que es casi constante mientras no
varíe el entorno, cada individuo posee varias posibilidades de personalidad que
pueden ser evocadas por los acontecimientos.
Las personas que nos rodean son criaturas de ciertas circunstancias,
pero no de todas las circunstancias. Nuestro ego se compone de la asociación de
innumerables egos celulares que son el residuo de nuestras personalidades
ancestrales. Por su combinación, forman un equilibrio que es bastante
permanente cuando el entorno social no varía. Ni bien este entorno se modifica
de modo considerable, como en épocas de insurrección, el equilibrio se rompe y
los elementos disociados constituyen – mediante una nueva asociación – una
personalidad también nueva que se manifiesta por medio de ideas, sentimientos y
acciones muy diferentes de las que antes se observaban en el mismo individuo.
Así es como durante el Terror pudimos ver a honestos burgueses y a pacíficos
magistrados, conocidos por su amabilidad, volverse fanáticos sedientos de
sangre.
Bajo la influencia del entorno, la vieja personalidad puede, por lo
tanto, dar lugar a otra completamente nueva. Por esta razón los protagonistas
de las grandes crisis religiosas y políticas con frecuencia parecen
esencialmente diferentes de nosotros. Sin embargo no son tan excepcionales. La
reiteración de los mismos acontecimientos volvería a traer consigo a los mismos
hombres.
Napoleón entendió perfectamente estas posibilidades del carácter
cuando dijo en Santa Elena:
“Justamente porque conozco la gran parte que el azar juega en
nuestras decisiones políticas es que siempre he carecido de prejuicios y he
sido muy indulgente en cuanto al papel que los hombres han desempeñado durante
nuestros disturbios ... En épocas de revolución uno sólo puede decir lo que ha
hecho; no sería prudente decir que no podría haber actuado de otra forma... Las
personas son difíciles de entender si uno quiere ser justo... ¿Se conocen a si
mismos? ¿Responden por si mismos bien claramente? Son virtudes y vicios de las
circunstancias.”
Cuando la personalidad normal se ha desagregado bajo la influencia
de ciertos acontecimientos ¿cómo se forma la nueva personalidad? De varias
maneras, la más activa de las cuales es la adquisición de una poderosa fe. Esto
orienta a todos los elementos del entendimiento, de la misma forma en que un
imán orienta en curvas regulares las virutas de un metal magnético.
Así se formaron las personalidades observadas en tiempos de grandes
crisis: las Cruzadas, la Reforma, la Revolución especialmente.
En tiempos normales el entorno varía poco de modo que, por regla
general, observamos una sola personalidad en la gente que nos rodea. Algunas
veces, sin embargo, sucede que observamos varias que, bajo ciertas
circunstancias, pueden reemplazarse entre si.
Estas personalidades pueden ser contradictorias y hasta enemigas.
Este fenómeno, excepcional bajo condiciones normales, se acentúa
considerablemente bajo ciertas condiciones patológicas. La psicopatología ha
registrado varios casos de múltiple personalidad en un mismo sujeto, tal como
los casos citados por Morton Prince y Pierre Janet.
En todas estas variaciones de la personalidad no es la inteligencia
la que resulta modificada sino los sentimientos cuya asociación forma el
carácter.
Durante una revolución observamos el desarrollo de varios
sentimientos que por lo común resultan reprimidos pero que encuentran una vía
libre cuando se destruyen las restricciones sociales.
Estas restricciones, consistentes en la ley, la moralidad y la tradición,
no siempre se rompen por completo. Algunas sobreviven a la revuelta y sirven
hasta cierto punto para amortiguar la explosión de sentimientos peligrosos.
La más poderosa de estas restricciones es el espíritu de la raza.
Este espíritu determina una forma de ver, de sentir y de querer, comunes a la
mayoría de los individuos del mismo pueblo; constituye una costumbre
hereditaria y nada es más poderoso que los lazos de la costumbre.
Esta influencia racial limita las variaciones de un pueblo y
determina su destino dentro de ciertos límites, a pesar de todos los cambios
superficiales.
Por ejemplo, tomado solamente las instancias de la Historia,
parecería ser que la mentalidad de Francia tuvo que haber variado enormemente
durante un solo siglo. En unos pocos años pasó de la Revolución al cesarismo,
retornó a la monarquía, llevó a cabo otra Revolución, y después encumbró a un
nuevo César. En realidad, sólo cambió el exterior de las cosas.
El odio – El odio a personas,
instituciones y cosas que animó a los hombres de la Revolución es uno de esos
fenómenos afectivos que resultan tanto más impactantes mientras más uno estudia
su psicología. Detestaron no sólo a sus enemigos sino hasta a los miembros de
su propio partido. “Si uno ha de aceptar sin reservas” – dijo recientemente
un escritor – “los juicios que emitieron los unos sobre los otros,
tendríamos que concluir en que todos fueron traidores y mentirosos, todos
incapaces y corruptos, todos asesinos o tiranos.” Sabemos con cuanto odio,
apenas aplacado por la muerte de sus enemigos, las personas persiguieron a
girondinos, dantonianos, herbertistas, robespierrianos, etc.
Una de las causas principales de este sentimiento residió en el
hecho de que estos furiosos sectarios, siendo apóstoles poseedores de una
verdad absoluta, fueron incapaces, como todos los creyentes, de tolerar la
presencia de infieles. Una certidumbre mística o sentimental siempre va
acompañada de la necesidad de imponerse sobre los demás; nunca se deja
convencer de lo contrario y no se detiene ni ante una carnicería mayúscula
cuando tiene el poder de cometerla.
Si los odios que dividieron a los hombres de la Revolución hubiesen
tenido un origen racional no hubieran podido durar mucho tiempo pero, surgiendo
a partir de factores afectivos y místicos, las personas no podían ni olvidar ni
perdonar. Siendo los orígenes los mismos en los distintos partidos, se
manifestaron en todas partes con idéntica violencia.
Se ha demostrado por medio de documentos que los girondinos no
fueron menos sanguinarios que los montañeses. Fueron los primeros en declarar,
con Petion, que los partidos derrotados debían perecer. También, de acuerdo a
Aulard, intentaron justificar las masacres de Septiembre. El Terror no debe ser
considerado simplemente como un medio de defensa sino como un proceso general
de destrucción al cual los creyentes triunfantes siempre han sometido a sus
detestados enemigos. Hombres que pueden admitir la mayor divergencia de ideas
no pueden tolerar diferencias de fe.
En las guerras religiosas o políticas los derrotados no pueden
esperar cuartel. Desde Sulla, quien le cortó el cuello a doscientos senadores y
a cinco o seis mil romanos, hasta los hombres que suprimieron a la Comuna y
mataron a balazos a más de veinte mil después de su victoria, esta sangrienta
ley nunca ha fallado. Siendo comprobada una y otra vez en el pasado,
indudablemente seguirá siendo válida en el futuro.
Los odios de la Revolución no surgieron enteramente de las
divergencias de fe. También fueron engendrados por otros sentimientos: envidia,
ambición y egolatría. La rivalidad de individuos que aspiraban al poder condujo
sucesivamente al patíbulo a los jefes de varios grupos.
Debemos recordar, además, que la necesidad de dividir y el odio
resultante de ello parecen ser elementos constituyentes de la mentalidad
latina. Le costó a nuestros antepasados su independencia y ya había sorprendido
a César.
“No había ciudad” – dijo éste – “que no estuviese dividida
en dos facciones; no había cantón, poblado o casa en que no se respirase el
espíritu del partidismo. Era muy raro que pasara un año sin que una ciudad
tomase las armas para atacar o repeler a sus vecinos.”
Desde el momento en que el ser humano sólo recientemente ha entrado
en la era del conocimiento y siempre, hasta ahora, se ha guiado por
sentimientos y creencias, podemos concebir la enorme importancia del odio como
factor de la Historia.
El comandante Collin, profesor en la Escuela de Guerra, remarca en
los siguientes términos la importancia de este sentimiento durante ciertas
guerras:
“En la guerra, más que en cualquier otro tiempo, no hay mejor
fuerza inspiradora que el odio; fue el odio el que hizo a Blucher triunfar
sobre Napoleón. Analicen las maniobras más estupendas, las operaciones más
decisivas, y, si no son la obra de un hombre excepcional, un Federico o un
Napoleón, encontrarán que están inspiradas más por la pasión que por el
cálculo, ¿Qué hubiera sido la guerra de 1870 sin el odio que manifestamos
contra los alemanes?”
El escritor podría haber agregado que el intenso odio de los
japoneses contra los rusos que los habían humillado puede ser catalogado entre
las causas de su victoria. Los soldados rusos, ignorantes hasta de la
existencia misma de los japoneses, no sentían ninguna animosidad contra ellos,
lo cual fue una de las razones de su fracaso.
Por cierto que se habló mucho de fraternidad por la época de la
Revolución, y se habla más aún hoy en día. Pacifismo, humanitarismo y
solidaridad se han vuelto lugares comunes en todos los partidos avanzados, pero
sabemos cuan profundos son los odios que se esconden detrás de estos términos y
los peligros que se ciernen sobre nuestra sociedad moderna.
El miedo. – En las revoluciones el miedo
desempeña un papel casi tan importante como el odio. Durante la Revolución
Francesa se vieron varios casos de gran coraje individual y muchas exhibiciones
de cobardía colectiva.
Ante el patíbulo, los hombres de la Convención fueron siempre
extremadamente valientes; pero ante las amenazas de los revoltosos que invadían
la Asamblea constantemente exhibieron una excesiva pusilanimidad y obedecieron
a las demandas más absurdas, como podemos ver si releemos la historia de las
Asambleas revolucionarias.
En este período se observaron todas las formas del miedo. Una de las
más extendidas fue el miedo a parecer moderado. Miembros de las Asambleas,
fiscales públicos, representantes “en misión”, jueces de tribunales
revolucionarios, etc. Todos querían ser más progresistas que sus rivales. El
miedo fue uno de los principales elementos de los crímenes cometidos durante
este período. Si por algún milagro hubiera sido posible eliminar el miedo de
las Asambleas revolucionarias, su conducta hubiera sido muy diferente y la
Revolución hubiera tomado una dirección muy distinta.
Ambición, Envidia, Vanidad etc.: - En
tiempos normales la influencia de estos diversos elementos afectivos se halla
forzosamente restringida por necesidades sociales. La ambición, por ejemplo,
está necesariamente limitada por una estructura jerárquica de la sociedad. Si
bien a veces el soldado se convierte en general, ello sólo ocurre después de un
largo período de servicio. En épocas de revolución, por el otro lado, no hay
que esperar. Cada uno puede acceder a las jerarquías superiores casi
inmediatamente por lo que todas las ambiciones resultan violentamente
excitadas. La persona más humilde se cree capacitada para los puestos más altos
y por este sólo hecho su vanidad crece más allá de todo límite.
Siendo que todas las pasiones se exacerban en algún grado,
incluyendo la ambición y la vanidad, quienes han tenido éxito más rápidamente
que los demás serán objeto de los celos y la envidia.
El efecto de la envidia, siempre importante en tiempos
revolucionarios, lo fue más aún durante la gran Revolución Francesa. Uno de sus
más importantes factores fue la envidia que despertaba la nobleza. Las clases
medias habían aumentado en capacidad y en riqueza hasta el punto de sobrepasar
a la nobleza. A pesar de que se entremezclaban más y más con los nobles,
sintieron que se las mantenía a distancia y esto obviamente las resintió. Esta
postura mental hizo de la burguesía un ardiente partidario de la doctrina
filosófica igualitarista.
Orgullo herido y envidia fueron así la causa de odios que hoy apenas
si podemos concebir siendo que la influencia social de la nobleza ya es tan
pequeña. Muchos miembros de la Convención – Carrier, Marat y otros – recordaban
con furia que alguna vez habían ocupado puestos subordinados en los
establecimientos de grandes nobles. Madame Roland nunca fue capaz de olvidar
que, bajo el Antiguo Régimen, cuando ella y su madre fueron una vez admitidas
en la casa de una gran dama, se las envió a cenar al comedor de los sirvientes.
El filósofo Rivarol ha descrito muy bien en el siguiente pasaje,
también citado por Taine, la influencia que sobre los odios revolucionarios
ejercieron el orgullo herido y la envidia:
“Lo que más ha exasperado a la nación” – escribe – “no son
los impuestos, ni las órdenes de allanamiento, ni cualquier otro abuso de
autoridad; no son los pecados de los intendentes, ni las largas y ruinosas
demoras de la justicia; son los prejuicios de la nobleza los que han despertado
el mayor odio. Lo que demuestra esto claramente es el hecho que son los
burgueses, los hombres de letras, los hombres de dinero, en realidad todos los
que envidian a la nobleza; son ellos los que han alzado a los habitantes más
pobres de las ciudades y a los campesinos de los distritos rurales en contra de
los nobles.”
Esta gran verdad parcialmente justifica el dicho de Napoleón:
“La vanidad hizo la Revolución; la libertad fue sólo el pretexto”.
Entusiasmo:- El entusiasmo de los
fundadores de la Revolución igualó a la de los apóstoles de la fe de Mahoma. Y
fue realmente una religión lo que trataron de fundar los burgueses de la
primera Asamblea. Creyeron que habían destruido un mundo viejo y construido uno
nuevo sobre sus ruinas. Nunca una ilusión más seductora ardió en el corazón de
los hombres. La igualdad y la fraternidad proclamadas por los nuevos dogmas,
habrían de traer consigo el reino de la eterna felicidad para todos los
pueblos. El ser humano había roto para siempre con un pasado de barbarie y
oscurantismo. El mundo regenerado estaría, de allí en adelante, iluminado por
el lúcido fulgor de la razón pura. En todas partes las fórmulas oratorias más
brillantes saludaban al esperado amanecer.
Que este entusiasmo fuese rápidamente reemplazado por la violencia
se debió al hecho de que el despertar del sueño fue rápido y terrible. Se puede
concebir fácilmente la furia indignada con la cual los apóstoles de la Revolución
atacaron los obstáculos que se opusieron a la realización de sus sueños. Habían
tratado de rechazar el pasado, de olvidar la tradición, de reinventar al ser
humano. Pero el pasado reaparecía sin cesar y las personas se negaban a
cambiar. Los reformadores, trabados en su marcha hacia delante, decidieron no
abandonar sus empeños. Intentaron imponer por la fuerza una dictadura que muy
pronto hizo que las personas añoraran al sistema abolido y que, finalmente,
condujo a su restauración.
Es de destacar que, si bien el entusiasmo de los primeros días no
perduró en las Asambleas revolucionarias, sobrevivió por mucho más tiempo en
los ejércitos constituyendo su fuerza principal. A decir verdad, los ejércitos
de la Revolución fueron republicanos mucho antes de que lo fuera Francia y
permanecieron republicanos mucho después de que Francia había dejado de serlo.
Las variaciones de carácter consideradas en este capítulo, estando
condicionadas por ciertas aspiraciones comunes y por idénticos cambios en el
entorno, finalmente se concretaron en un pequeño número de mentalidades
bastante homogéneas. Hablando tan sólo de las más características podemos
mencionar cuatro tipos de mentalidad: la jacobina, la mística, la
revolucionaria y la criminal.
Capítulo II
La mentalidad mística y la mentalidad jacobina
Las clasificaciones, sin las cuales el estudio científico es
imposible, forzosamente tienen que establecer una discontinuidad en lo continuo
y, por ello, son hasta cierto punto artificiales. Pero son necesarias porque lo
continuo sólo resulta accesible bajo una forma discontinua.
El crear amplias distinciones entre las distintas mentalidades
observables en tiempos revolucionarios, como estamos por hacer, consiste
obviamente en separar elementos que se interrelacionan, fusionan y superponen.
Tenemos, pues, que resignarnos a perder un poco de exactitud a fin de ganar en
lucidez. Los tipos fundamentales enumerados al final del capítulo anterior y
que estamos por describir, sintetizan a grupos que escaparían al análisis si
intentásemos estudiarlos en toda su complejidad.
Hemos señalado que el ser humano está influenciado por diferentes
lógicas que, bajo condiciones normales, existen yuxtapuestas sin influenciarse
mutuamente. Bajo la acción de diversos acontecimientos pueden, no obstante,
entrar en mutuo conflicto y las diferencias irreductibles que las dividen se
manifiestan en forma visible involucrando considerables conflictos individuales
y sociales.
La lógica mística, que consideraremos aquí bajo la forma en que
aparece en la mente jacobina, desempeña un papel muy importante. Pero no está
sola en su acción. Las otras formas de lógica – la afectiva, la colectiva y la
racional – pueden llegar a predominar dependiendo de las circunstancias.
Dejando por el momento de lado la influencia de las lógicas
afectiva, racional y colectiva, nos ocuparemos solamente del considerable papel
desempeñado por los elementos místicos que han sobresalido en tantas
revoluciones y especialmente en la Revolución Francesa.
La principal característica del temperamento místico consiste en
atribuirle un misterioso poder a fuerzas o seres superiores que se encarnan en
la forma de ídolos, fetiches, palabras o fórmulas.
El espíritu místico se encuentra en la base de toda fe religiosa y
en la mayoría de las políticas. Estas últimas con frecuencia desaparecerían
pronto si pudiésemos privarlas de los elementos místicos que son su soporte principal.
Adosada a los sentimientos y a los apasionados impulsos que dirige,
la lógica mística constituye la energía de los grandes movimientos populares.
Personas que de ninguna manera permitirían que alguien las mate ni aún por la
mejor de las razones, de pronto están dispuestas a sacrificar sus vidas en aras
de un ideal místico convertido en objeto de adoración.
Los principios de la Revolución rápidamente inspiraron una ola de
entusiasmo místico análoga a las provocadas por los diferentes credos religiosos
que la precedieron. Todo lo que hicieron fue cambiar la orientación de una
mentalidad ancestral que los siglos habían solidificado.
Por lo tanto, no hay nada sorprendente en el celo salvaje de los
hombres de la Convención. Su mística mentalidad fue la misma que la de los
protestantes por la época de la Reforma. Los principales héroes del Terror –
Couthon, Saint-Just, Robespierre, etc. – fueron apóstoles. Como Polieuctes,
soñaron con convertir al planeta entero destruyendo los altares de los falsos
dioses. Su entusiasmo se derramó sobre la tierra. Persuadidos de que sus
magníficas fórmulas bastaban para derribar tronos, no vacilaron en declararle
la guerra a los reyes. Desde el momento en que una fe firme es siempre superior
a una fe vacilante, pudieron enfrentar victoriosamente a toda Europa.
El espíritu místico de la Revolución se reveló hasta en los menores
detalles de su vida pública. Robespierre, convencido de que se hallaba apoyado
por el Todopoderoso, le aseguró a sus oyentes en un discurso que el Ser
Supremo había “decretado la república desde el inicio de los tiempos”.
En su calidad de Sumo Pontífice de una religión de Estado, hizo que la
Convención votara un decreto declarando que “el pueblo francés reconoce la
existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma”. Durante el festival
de este Ser Supremo y sentado sobre una especie de trono, Robespierre sermoneó
a los asistentes con un extenso discurso.
El Club Jacobino, dirigido por Robespierre, al final asumió las
funciones de un Consejo. En él, Maximilien proclamó “la idea del Gran Ser
que vigila la inocencia oprimida y castiga al crimen triunfante”.
Todos los herejes que criticaron la ortodoxia jacobina fueron
excomulgados – esto es: enviados al Tribunal Revolucionario del cual salieron
sólo para ir al patíbulo.
La mentalidad mística, de la que Robespierre fue el representante
más conspicuo, no murió con él. Se pueden hallar hombres de idéntica mentalidad
entre los políticos de hoy día. Las antiguas creencias religiosas ya no dominan
sus mentes, pero son criaturas con credos políticos y, si tuviesen la
oportunidad de hacerlo, muy prontamente los impondrían a los demás del mismo
modo en que lo hizo Robespierre. Siempre dispuestos a matar si la matanza ayuda
a difundir su fe, los místicos de todas las épocas han utilizado los mismos
medios ni bien consiguieron acceder al poder.
Es, por lo tanto, bastante natural que Robespierre siga teniendo
muchos admiradores. Mentes modeladas a su semejanza las hay por miles. Sus
concepciones no fueron guillotinadas con él. Tan viejas como la humanidad,
desaparecerán recién con el último creyente.
El aspecto místico de todas las revoluciones se le ha escapado a la
mayoría de los historiadores. Persistirán por largo tiempo en tratar de
explicar por medio de la lógica racional un cúmulo de fenómenos que no tienen
nada que ver con la razón. Ya he citado un pasaje de Lavisse y Rambaud en el
cual la Revolución se explica como el resultado de “las libres reflexiones
individuales que le fueron sugeridas a personas simples por una conciencia
extremadamente piadosa y un poder de razonamiento muy audaz.”
Estos movimientos nunca son comprendidos por quienes se imaginan que
su origen es racional. Sean políticos o religiosos, los credos que han
impulsado al mundo poseen un origen común y responden a las mismas leyes. Se
forman, no por la razón, sino, con mucha mayor frecuencia, contrariando la
razón. Budismo, cristianismo, islamismo, la Reforma, la magia, jacobinismo,
socialismo, espiritualismo, etc. son credos aparentemente muy diferentes pero
tienen, repito, idénticas bases místicas y afectivas, y obedecen a formas de
lógica que no tienen afinidad alguna con la lógica racional. Su poder reside
precisamente en el hecho que la razón tiene tan poco poder para crearlas como
para transformarlas.
La mentalidad mística de nuestros apóstoles políticos modernos se
destaca fuertemente en un artículo que trata sobre uno de nuestros recientes
ministros y al cual cito a partir de un conocido diario:
“Uno podría preguntarse: ¿en qué categoría cae M.A----?
¿Podríamos decir, por ejemplo, que pertenece al grupo de los descreídos? ¡Lejos
de ello! M.A---- no ha adoptado ninguna fe positiva; ciertamente maldice a Roma
y a Ginebra, rechazando todos los dogmas tradicionales y todas las Iglesias
conocidas. Pero si hace ‘tabula rasa’ es para fundar su propia Iglesia sobre el
terreno así despejado; una Iglesia más dogmática que las demás; y su propia
inquisición cuya brutal intolerancia no tendría nada que envidiarle a la del
más notorio de los Torquemadas.
‘No podemos’ – nos dice – ‘permitir algo semejante a
neutralidad escolástica. Demandamos educación laica en toda su plenitud y, en
consecuencia, somos enemigos de la libertad de educación’. Si no llega a
sugerir la pira y la hoguera ello es tan sólo por la evolución de las
costumbres que debe tener en cuenta hasta cierto punto, tanto si le gusta como
si no. Pero, no siendo capaz de mandar a las personas a la tortura, invoca al
brazo secular a condenar a muerte sus ideas. Éste es exactamente el punto de vista
de los grandes inquisidores. Es el mismo ataque al pensamiento. Este
librepensador posee un espíritu tan libre que toda filosofía que no le resulta
aceptable le parece, no sólo ridícula y grotesca, sino criminal. Se adula a si
mismo creyendo que sólo él está en posesión de la verdad absoluta. De esto está
tan seguro que todo aquél que lo contradiga le parecerá un monstruo execrable y
un enemigo público. No sospecha ni por un instante que todas sus opiniones
personales son sólo hipótesis y que lo más ridículo en ellas es que se arrogan
un derecho divino precisamente porque niegan la divinidad. O al menos,
pretenden hacerlo pero la reestablecen bajo una forma diferente que,
inmediatamente, le hace a uno añorar la forma antigua. M. A---- es un sectario
de la diosa Razón, de la que ha hecho un Moloch; una deidad opresora sedienta
de sacrificios. Que no haya más libertad de pensamiento, excepto para él mismo
y para sus amigos; ése es el libre pensamiento de M. A----. La perspectiva es
verdaderamente atractiva. Pero desde hace algunos siglos quizás se han
derribado demasiados ídolos como para que las personas se inclinen ante éste.”
Por el bien de la libertad, deberíamos esperar que estos deprimentes
fanáticos jamás terminen por convertirse en nuestros gobernantes.
Dado el escaso poder de la razón sobre los credos místicos, es
bastante inútil tratar de discutir – como con frecuencia se hace – el valor
racional de las ideas revolucionarias o políticas. Solamente su influencia
puede interesarnos. Importa poco que las teorías acerca de la supuesta igualdad
de los hombres, la originaria bondad de la humanidad, la posibilidad de rehacer
la sociedad por medio de leyes, han sido todas desmentidas por la observación y
la experiencia. Estas ilusiones vacías deben ser consideradas como los motivos
de acción más poderosos que la humanidad ha conocido.
Si bien el término “mentalidad jacobina” no pertenece, en realidad,
a ninguna clasificación auténtica, la empleo aquí porque resume una combinación
claramente definida que constituye una verdadera especie psicológica.
Esta mentalidad es la que predominó entre los hombres de la
Revolución Francesa pero no les es exclusiva ya que todavía representa uno de
los elementos más activos en nuestra política.
La mentalidad mística que acabamos de considerar es un factor
esencial de la mente jacobina pero en si misma no es suficiente para
constituirla. Hay que agregar otros elementos que examinaremos a continuación.
Los jacobinos no sospechan su misticismo en lo más mínimo. Por el
contrario, proclaman estar guiados exclusivamente por la razón pura. Durante la
Revolución, incesantemente invocaron a la razón y la consideraron como su única
guía de conducta.
La mayoría de los historiadores ha adoptado esta concepción
racionalista de la mente jacobina y Taine cayó en el mismo error. A una gran
parte de los actos de los jacobinos los adscribe a un abuso de racionalismo.
Sin embargo, las páginas en las que trata el asunto contienen muchas verdades y
reproduzco los pasajes más importantes a continuación:
“En la especie humana, ni la egolatría exagerada ni el
razonamiento dogmático constituyen algo raro. En todos los países, estas dos
raíces del espíritu jacobino subsisten en forma secreta e indestructible ... A
los veinte años de edad, cuando un hombre joven está ingresando al mundo, su
razón y su orgullo resultan estimulados en forma simultánea. En primer lugar
despreciará a la razón pura, porque, sea cual fuere la sociedad en la que se
mueva, no habrá sido construida por un legislador filosófico de acuerdo a un
principio sino que generaciones sucesivas la habrán establecido de acuerdo a
sus múltiples y eternamente cambiantes necesidades. Una sociedad no es obra de
la lógica, sino de la historia, y el joven razonador se encogerá de hombros
ante ese vetusto edificio, cuyo sitio es arbitrario, cuya arquitectura es
incoherente y cuyos inconvenientes resultan obvios... La mayoría de los
jóvenes, sobre todo los que todavía deben abrirse camino, son más o menos
jacobinos a la salida del colegio... El jacobinismo surge de la descomposición
social de la misma forma en que los hongos de la fermentación del suelo.
Consideren ustedes a los auténticos monumentos de este pensamiento – los
discursos de Robespierre y Saint-Just, los debates de la Asamblea Legislativa y
la Convención, las arengas, las peroratas y las declaraciones de girondinos y
montagnards. Nunca los hombres hablaron tanto para decir tan poco; la
verborragia vacía y el énfasis henchido empantanó cualquier verdad que pudo existir
debajo de su pomposa monotonía. El jacobino está lleno de respeto por los
fantasmas de su mente racional. A sus ojos, éstos son más reales que los seres
humanos vivientes y el sufragio de estos fantasmas es el único sufragio que
reconoce. Marchará hacia delante con toda sinceridad a la cabeza de sus
seguidores imaginarios. Millones de voluntades imaginarias, que él mismo ha
creado según la imagen de su propia voluntad, lo sostendrán en virtud de su
consenso unánime y proyectará hacia el exterior, como si fuese un coro de
triunfo y aclamación, el eco interior de su propia voz.”
Si bien admiro la descripción de Taine, creo que no ha percibido
exactamente la psicología del jacobino.
Este análisis demostrará, en primer lugar, que el jacobino no es
racional sino creyente. Lejos de construir su credo sobre la razón, modela la
razón según su credo y, a pesar de que sus discursos están empapados de
racionalismo, lo emplea muy poco en sus pensamientos y en su conducta.
Un jacobino que razonara tanto como se lo acusa de razonar sería a
veces accesible a la voz de la razón. Ahora bien, la observación demuestra,
desde la época de la Revolución hasta nuestros días, que el jacobino nunca se
deja influenciar por el razonamiento por más justo que éste sea, y su fuerza reside
precisamente en esto.
¿Y por qué no es accesible por la razón? Simplemente porque su
visión de las cosas, siempre limitada en extremo, no le permite resistir los
poderosos y vehementes impulsos que lo guían.
No obstante, estos dos elementos – razón débil y fuertes pasiones –
no constituirían por si mismos la mente jacobina. Hay otro elemento más.
La pasión admite convicciones pero casi nunca las crea. Ahora bien,
el auténtico jacobino tiene convicciones compulsivas. ¿Qué las sostiene? Aquí
es dónde entran en juego los elementos místicos que ya hemos estudiado. El
jacobino es un místico que ha reemplazado las antiguas divinidades por nuevos
dioses. Imbuido del poder de palabras y fórmulas, les atribuye un misterioso
poderío. A fin de servir a estas exigentes divinidades no se detiene ni ante
las más violentas medidas. Las leyes votadas por nuestros modernos jacobinos
constituyen una prueba de ello.
Hallamos a la mentalidad jacobina especialmente en individuos de
carácter estrecho y pasional. Implica, de hecho, una mente estrecha y rígida,
inaccesible a toda crítica y a cualquier consideración, excepto la fe.
Los elementos místicos y afectivos que dominan la mente del jacobino
lo condenan a una simplicidad extrema. Al comprender solamente las relaciones superficiales
de las cosas, nada le impide tomar por realidades las imágenes quiméricas que
nacen de su imaginación. La secuencia de los fenómenos y sus resultados se le
escapan. Nunca levanta la vista de su sueño.
Como podemos ver, el jacobino no se destaca es por el desarrollo de
su razón lógica. Posee muy poca lógica de esta clase y, en consecuencia, con
mucha frecuencia se vuelve peligroso. Allí en dónde un hombre superior
vacilaría o se detendría, el jacobino – que ha puesto su débil razón al servicio
de sus impulsos – marcha hacia adelante sin vacilar.
Así, a pesar de que el jacobino es un gran dialéctico, esto no
significa que se encuentra guiado en lo más mínimo por la razón. Cuando se
imagina que se orienta por la razón, en realidad son sus pasiones y su
misticismo los que lo guían. Como todos los que están convencidos y
enclaustrados por los muros de la fe, jamás puede escapar de ellos.
Siendo en verdad un teólogo agresivo, es sorprendentemente similar a
los discípulos de Calvino descriptos en el capítulo anterior. Hipnotizados por
su fe, nada pudo desviarlos de su objetivo. Todos los que contradijeron sus
artículos de fe fueron considerados dignos de morir. Ellos también parecieron
ser poderosos dialécticos. Ignorantes, como los jacobinos, de las fuerzas
secretas que los guiaban, creyeron que la razón era su única guía mientras, en
realidad, resultaban ser esclavos del misticismo y la pasión.
Un jacobino auténticamente racional sería incomprensible y tan sólo
haría desesperar a la razón. Por el contrario, el jacobino pasional y místico
es fácilmente inteligible.
Con estos tres elementos – un muy débil poder de raciocinio,
pasiones muy fuertes e intenso misticismo – tenemos las auténticas componentes
psicológicas de la mente del jacobino.
Capítulo III
La mentalidad revolucionaria y la mentalidad criminal
Acabamos de ver que los elementos místicos constituyen uno de los
componentes de la mentalidad jacobina. Veremos ahora que forman parte de otra
forma de mentalidad que también se encuentra claramente definida: la mentalidad
revolucionaria.
En todas las eras, las sociedades han albergado a espíritus
soliviantados, inestables y descontentos, prontos a rebelarse contra cualquier
orden de cosas establecido. Están impulsados por el puro placer de sublevarse
y, si algún mágico poder realizase todos sus deseos, simplemente volverían a
sublevarse de nuevo.
Esta mentalidad en especial, proviene con frecuencia de una
deficiente adaptación del individuo a su entorno, o bien se debe a un exceso de
misticismo; pero también puede ser meramente una cuestión de temperamento, o
surgir por desórdenes patológicos.
El impulso a la rebelión presenta grados muy diferentes de
intensidad, desde el simple descontento expresado en palabras contra personas y
cosas, hasta la necesidad de destruirlas. A veces el individuo vuelve contra si
mismo el frenesí revolucionario que no puede ejercer de otro modo. Rusia está
llena de estos dementes quienes, no conformes con provocar incendios y arrojar
bombas al azar en medio de la muchedumbre, finalmente terminan mutilándose como
los Skopzis y otras sectas análogas.
Estos rebeldes perpetuos son, por lo general, individuos altamente
sugestionables cuya mentalidad mística está obsesionada con ideas fijas. A pesar
de la aparente energía que sugieren sus actos son, en realidad, de carácter
débil, incapaces de dominarse lo suficiente como para resistir los impulsos que
los dominan. El espíritu místico que los anima brinda pretextos para su
violencia y les permite considerarse como grandes reformadores.
En tiempos normales, los rebeldes que toda sociedad alberga resultan
contenidos por las leyes, por su entorno – en suma, por todas las barreras
sociales usuales – y permanecen, por lo tanto, indetectados. Pero, ni bien
comienza un tiempo de desórdenes, estas barreras se vuelven más débiles y el
rebelde puede dar rienda suelta a sus instintos. Con ello se convierte en el
líder acreditado de un movimiento. El motivo de la revolución le importa poco;
dará su vida indistintamente por la bandera roja, o por la blanca, o por la
liberación de un país que vagamente oyó mencionar.
El espíritu revolucionario no siempre es empujado a los extremos que
lo convierten en peligroso. Cuando tiene un origen intelectual y no proviene de
impulsos afectivos o místicos, puede convertirse en una fuente de progreso.
Gracias a esos espíritus que son lo suficientemente independientes como para
ser revolucionarios intelectuales, una civilización puede escapar del yugo de
la tradición cuando éste se vuelve demasiado pesado. Especialmente las
ciencias, las artes y las industrias han progresado gracias al aporte de esta
clase de hombres. Galileo, Lavoisier, Darwin y Pasteur fueron revolucionarios
de este tipo.
Si bien no es necesario que una nación posea un gran número de estos
espíritus, es muy necesario que al menos posea algunos. Sin ellos, los seres
humanos todavía vivirían en cavernas.
La audacia revolucionaria que termina en descubrimientos implica
facultades muy raras. Necesita, por sobre todo, una independencia mental
suficiente como para escapar de la influencia de las opiniones habituales, y
una capacidad de juicio que pueda aprehender las realidades que se ocultan bajo
las analogías superficiales. Esta forma de espíritu revolucionario es creativa
mientras que la anteriormente examinada resulta destructiva.
La mentalidad revolucionaria, por lo tanto, puede ser comparada con
ciertos estados psicológicos existentes en la vida del individuo que
normalmente resultan útiles pero que, una vez exagerados, adoptan una forma
patológica que siempre es nociva.
Todas las sociedades civilizadas arrastran detrás de si una cantidad
residual de degenerados, de inadaptados, de personas afectadas por varios
males. Vagabundos, pordioseros, fugitivos de la justicia, ladrones, asesinos y
criaturas pauperizadas que viven al día, pueden llegar a constituir la
población criminal de las grandes ciudades. En tiempos normales esta basura de
la civilización se encuentra más o menos controlada por la policía. Durante una
revolución no hay nada que los contenga y pueden gratificar sus instintos de
saqueo y homicidio con facilidad. Los revolucionarios de todos los tiempos han
podido estar seguros de encontrar reclutas entre los residuos de la sociedad.
Ansiosos de saquear y de matar, les importa muy poco la causa que han jurado
defender. Si las chances de asesinar y desvalijar son mejores en el partido
atacado, rápidamente cambiarán de bando.
A estos criminales, muy apropiadamente llamados así y que
constituyen la plaga de todas las sociedades, tenemos que agregar la clase de
los semi-criminales. Malhechores ocasionales, nunca se rebelan mientras los
detenga el miedo al orden establecido; pero ni bien éste se debilita, se
alistan en el ejército de la revolución.
Estas dos categorías – criminales habituales y ocasionales – forman
un ejército del desorden que no sirve para nada excepto para la creación del
desorden. Todos los revolucionarios, todos los fundadores de contubernios
religiosos o políticos, constantemente contaron son su apoyo.
Ya hemos afirmado que esta población, con su mentalidad criminal,
ejerció una influencia considerable durante la Revolución Francesa. Siempre
figuró en primera fila en los tumultos que ocurrieron en forma casi cotidiana.
Algunos historiadores han hablado con respeto y emoción del modo en que el
pueblo soberano impuso su voluntad sobre la Convención, invadiendo la sala con
sus picas cuyas puntas con frecuencia se encontraron decoradas con la cabeza de
los recientemente decapitados. Si analizamos los elementos que componían las
pretendidas delegaciones del pueblo soberano encontraremos que, aparte de un
pequeño número de simplotes sometidos al impulso de los líderes, la masa estaba
casi por completo compuesta por los delincuentes de los que he estado hablando.
A ellos se debieron las innumerables muertes de las cuales las masacres de
Septiembre y el asesinato de la princesa de Lamballe fueron tan sólo típicas.
Aterrorizaron a todas las grandes Asambleas, desde la Asamblea
Constituyente hasta la Convención, y durante diez años ayudaron a saquear a
Francia. Si por medio de algún milagro este ejército de criminales hubiera
podido ser eliminado, el progreso de la Revolución hubiera sido muy diferente.
La mancharon de sangre desde su aurora hasta su ocaso. La razón no pudo hacer
nada con ellos, pero ellos pudieron hacer mucho contra la razón.
Capítulo IV
La psicología de las masas revolucionarias
Cualquiera que sea su origen, las revoluciones no producen
plenamente sus efectos sino hasta que han penetrado en el espíritu de la
multitud. Por lo tanto, representan una consecuencia de la psicología de las
masas.
Si bien he expuesto la psicología colectiva en
otro volumen, debo recordar aquí sus leyes principales.
El ser humano, en tanto parte de una multitud, es un ser muy
diferente de la misma persona en tanto individuo. Su individualidad conciente
se diluye en la personalidad inconsciente de la masa.
No es indispensable un contacto material para producir en un
individuo la mentalidad de la masa. Pasiones y sentimientos comunes, provocados
por determinados acontecimientos, muchas veces alcanzan para crearla.
La mente colectiva, formada momentáneamente, representa un conjunto
de una clase muy especial. Su principal particularidad es que está enteramente
dominada por elementos inconscientes y se halla sujeta a una lógica colectiva
peculiar.
Entre otras características de las masas, tenemos que destacar su
infinita credulidad y exagerada sensibilidad, su miopía y su incapacidad para
responder a las influencias de la razón. Afirmación, contagio, repetición y
prestigio constituyen casi los únicos medios para persuadirlas. La realidad y
la experiencia no tienen ningún efecto sobre ellas. La multitud admitirá
cualquier cosa; nada es imposible a los ojos de la masa.
Debido a la extrema sensibilidad de las masas, sus sentimientos –
buenos o malos – siempre son exagerados. Esta exageración aumenta aún más en
épocas revolucionarias. En estos casos, la menor excitación impulsará a la
multitud a actuar con la mayor de las furias. Su credulidad, tan grande aún en
un estado normal, también aumenta y las afirmaciones más inverosímiles terminan
siendo aceptadas. Arthur Young relata que, cuando visitó los manantiales de
Colorado por la época de la Revolución Francesa, su guía fue detenido por gente
convencida de que había venido por órden de la Reina para minar y hacer
explotar el pueblo. Circulaban por allí las fábulas más horribles sobre la
familia real describiéndola como un nido de fantasmas y vampiros.
Todas estas características demuestran que el hombre en la masa
desciende a un grado muy bajo en la escala de la civilización. Se convierte en
un salvaje, con todas las fallas y todas las virtudes del salvaje; con toda su
violencia, entusiasmo y heroísmo efímeros. En el dominio de lo intelectual una
masa es siempre inferior a la unidad aislada. En el dominio moral y sentimental
puede llegar a ser superior. Una masa cometerá un crimen con la misma facilidad
que un acto de abnegación.
Las características personales desaparecen en la masa la que ejerce
una influencia extraordinaria sobre las personas que la constituyen. El
miserable se vuelve generoso; el escéptico, creyente; el hombre honesto, un
criminal; el cobarde deviene en héroe. Ejemplos de estas transformaciones
abundaron durante la gran Revolución.
Como parte de un jurado o de un parlamento, la persona colectiva
emite veredictos o aprueba leyes con las que no hubiera siquiera soñado en una
condición de individuo aislado.
Una de las consecuencias más notables de la influencia de una
colectividad sobre los individuos que la componen es la unificación de sus sentimientos
y voluntades. Esta unidad psicológica confiere una notoria fuerza a las masas.
La formación de una unidad mental como la mencionada obedece
principalmente al hecho de que, en una muchedumbre, los gestos y las acciones
resultan extremadamente contagiosos. Las aclamaciones de odio, furia o amor,
resultan inmediatamente aprobadas y repetidas.
¿Cuál es el origen de estos sentimientos comunes, de esta voluntad
común? Se propagan por contagio, pero es necesario un punto de partida antes de
que este contagio pueda tener lugar. Sin un líder, la masa es una entidad
amorfa, incapaz de acción alguna.
Resulta indispensable un conocimiento relativo a la psicología de
las masas para interpretar los elementos de nuestra Revolución y para
comprender la conducta de las asambleas revolucionarias así como las
transformaciones de los individuos que las componen. Empujados por las fuerzas
inconscientes del espíritu colectivo, estas personas, en la mayoría de los
casos, dicen lo que no tenían en mente decir y votan lo que no hubieran deseado
votar.
Si bien las leyes de la psicología colectiva a veces fueron
instintivamente captadas por estadistas superiores, la mayoría de los gobiernos
no las han entendido y siguen sin entenderlas. Es por esta incomprensión que
tantos gobiernos han caído con tanta facilidad. Cuando vemos la facilidad con
la que algunos gobiernos fueron derrocados por una revuelta insignificante –
como sucedió en el caso de la monarquía de Luis-Felipe – los peligros de
ignorar la psicología colectiva se vuelven evidentes. El mariscal al comando de
las tropas en 1848 – que eran más que suficientes para defender al rey –
ciertamente no entendió que, en el instante en que le permitía a la multitud
entremezclarse con las tropas, éstas, paralizadas por sugestión y contagio,
cesarían de cumplir con su deber. Tampoco sabía que la multitud, puesto que es
extremadamente sensible al prestigio, necesita un gran despliegue de poder para
impresionarse siendo que dicho despliegue es capaz de suprimir instantáneamente
las demostraciones hostiles. Ignoró igualmente el hecho de que todas las
concentraciones deben ser dispersadas inmediatamente. Todas estas cosas son
fruto de la experiencia, pero en 1848 estas lecciones todavía no se habían
aprendido. Por la época de la gran Revolución, la psicología de las masas
resultaba menos entendida aún.
2)- Cómo la estabilidad de la
mentalidad racial limita las oscilaciones de la mentalidad de la masa.
En cierto sentido, un pueblo puede parecerse a una masa. Posee
ciertas características similares, pero las oscilaciones de estas
características se encuentran limitadas por el espíritu o la mentalidad de la
raza. La mentalidad racial posee una estabilidad que la mentalidad transitoria
de la masa desconoce.
Cuando un pueblo posee un espíritu ancestral, establecido por un
largo pasado, el espíritu de la masa siempre está dominado por lo ancestral.
Un pueblo difiere de una masa también en que esta compuesto por una
colección de grupos, cada uno de ellos con intereses y pasiones diferentes. En
una masa propiamente dicha – como, por ejemplo, una asamblea popular – se
forman unidades que pueden pertenecer a categorías sociales muy diferentes.
Un pueblo a veces parece tan tornadizo como una masa, pero no
debemos olvidar que, debajo del dinamismo de la masa, con sus entusiasmos, su
violencia y su destructividad, persisten los extremadamente tenaces y
conservadores instintos del espíritu racial. La historia de la Revolución y la
del siglo que la siguió demuestran que el espíritu conservador a la larga
triunfa por sobre el espíritu de destrucción. Más de un sistema que el pueblo
ha derribado terminó siendo restaurado por el mismo pueblo.
Operar sobre la mentalidad del pueblo – es decir: sobre la
mentalidad de la raza – no es tan fácil como operar sobre la mentalidad de la
masa. Los medios de acción son indirectos y más lentos (periódicos,
conferencias, discursos, libros, etc.). Los elementos de persuasión siempre
pertenecen a las categorías ya indicadas: afirmación, repetición, prestigio y
contagio.
El contagio mental puede afectar a un pueblo en forma instantánea
pero la mayoría de las veces opera lentamente, reptando de grupo en grupo. Así
se propagó la Revolución en Francia.
Un pueblo es por lejos menos excitable que una masa pero ciertos
acontecimientos – insultos a la nacionalidad, la amenaza de una invasión, etc.
– pueden impulsarla instantáneamente. Este fenómeno se observó en varias
ocasiones durante la Revolución, especialmente por la época del insolente
manifiesto del Duque de Brunswick. El duque realmente sabia muy poco de la
psicología de los franceses cuando profirió sus amenazas. No sólo perjudicó la
causa de Luis XVI sino que también dañó a la suya propia puesto que su
intervención hizo surgir de la nada a todo un ejército dispuesto a combatirlo.
Esta súbita explosión de sentimientos abarcando a toda una raza ha
sido observada en todas las naciones. Napoleón no entendió el poder de estas
explosiones cuando invadió España y Rusia. Se podrá desintegrar fácilmente la
mentalidad superficial de una masa, pero no se puede hacer nada ante el
espíritu permanente de una raza. Ciertamente, el campesino ruso es un ser muy
diferente, burdo y estrecho por naturaleza, y sin embargo, se transformó con
las primeras noticias de la invasión. Se puede apreciar este hecho leyendo una
carta escrita por Elisabeth, la esposa del Emperador Alejandro I:
“Desde el momento en que Napoleón cruzó nuestras fronteras fue
como si una chispa eléctrica hubiera atravesado a toda Rusia y, si la
inmensidad de su superficie hubiera hecho posible que las noticias penetrasen
simultáneamente en cada rincón del Imperio, hubiera surgido un grito de
indignación tan terrible que creo que hubiera resonado hasta los confines de la
tierra. A medida en que Napoleón avanza este sentimiento se está volviendo aún
más fuerte. Ancianos que lo han perdido todo, o casi todo, están diciendo:
‘Encontraremos un medio de vida. Cualquier cosa es preferible a una paz
vergonzosa.’ Las mujeres cuyos familiares están en el ejército consideran a los
peligros que éstos corren como algo secundario y no le temen más que a la paz.
Por fortuna, esta paz que sería la muerte garantizada para Rusia, no será
negociada. El Emperador no concibe una idea semejante y aún si lo haría no
podría llevarla a cabo. Éste es el aspecto heroico de nuestra posición.”
La Emperatriz le describe a su madre los siguientes dos rasgos que
dan alguna idea del grado de resistencia del cual es capaz el espíritu de los
rusos:
“Los franceses habían aprehendido algunos infelices campesinos en
Moscú a quienes creyeron que podían obligar a servir en sus filas. A fin de que
no pudiesen huir les marcaron las manos con hierros incandescentes, de la misma
manera que se marcan los caballos en el establo. Uno de ellos preguntó qué
significaba dicha marca y le dijeron que significaba que era un soldado
francés. ‘¡Qué! ¿Yo soy un soldado del Emperador Francés?’ – exclamó el
campesino. Inmediatamente sacó su hacha, se cortó la mano y la arrojó a los
pies de los presentes diciendo: ‘¡Tómenla: aquí está vuestra marca! ’.
“También en Moscú, los franceses habían tomado prisioneros a una
cantidad de campesinos con quienes quisieron establecer un ejemplo a fin de
amedrentar a los habitantes de los villorrios que estaban diezmando a las
patrullas de reconocimiento francesas y hacían la guerra tan bien como los
destacamentos de las tropas regulares. Los alinearon contra un muro y les
leyeron la condena en ruso. Esperaron creyendo que pedirían clemencia pero, en
lugar de ello, los condenados comenzaron a despedirse los unos de los otros y a
hacerse la señal de la cruz. Los franceses dispararon sobre el primer grupo y
esperaron a que el resto, aterrorizado, implorase piedad y prometiese cambiar
de conducta. Dispararon contra el segundo grupo, contra el tercero, y así contra
los veinte que había sin que uno sólo de ellos implorase clemencia. Napoleón no
tuvo ni una sola vez el placer de profanar esta palabra en Rusia.”
Entre las características de la mentalidad popular debemos mencionar
que la misma, en todos los pueblos de todas las épocas, ha estado saturada de
misticismo. Los pueblos siempre estarán convencidos de que los seres superiores
– divinidades, gobiernos, grandes hombres – tienen el poder de cambiar las
cosas a voluntad. Este aspecto místico produce una intensa necesidad de
adoración. El pueblo debe tener un fetiche, sea éste una persona o una
doctrina. Por eso es que, cuando se halla amenazado por la anarquía, llama a un
Mesías para que lo salve.
Al igual que la masa, pero más lentamente, el pueblo pasa de la adoración
al odio con facilidad. Un hombre puede ser el héroe del pueblo en un período y
terminar ganándose sus maldiciones. Estas variaciones de la opinión pública en
lo concerniente a las personalidades políticas pueden ser observadas en todas
las épocas. La historia de Cromwell nos ofrece un ejemplo muy curioso. ([7])
Todas las variedades de muchedumbre – homogéneas y heterogéneas,
asambleas populares, clubes, etc. – son, como con frecuencia hemos repetido,
conglomerados incapaces de unidad y de acción mientras no encuentren un amo que
las guíe.
Mediante ciertos experimentos psicológicos he demostrado en otro
trabajo que la mente inconsciente colectiva de la masa parece estar ligada a la
mente del líder. Este último le imprime una única voluntad y le impone absoluta
obediencia.
El líder actúa especialmente por sugestión. Su éxito depende de su
forma de provocar esta sugestión. Muchos experimentos han demostrado hasta qué
punto una colectividad puede quedar sujeta a la sugestión. ([8])
Según lo que los líderes sugieran, la multitud estará calmada o
furiosa, será criminal o heroica. A veces puede parecer que estas diferentes
sugestiones presentan un aspecto racional, pero serán racionales sólo en
apariencia. En realidad, una masa es inaccesible por medio de la razón. Las
únicas ideas capaces de influenciarla serán siempre sentimientos evocados bajo
la forma de imágenes.
La Historia de la Revolución muestra en cada una de sus páginas la
facilidad con que la multitud sigue los impulsos más contradictorios de sus
diferentes líderes. La vemos aplaudir con el mismo vigor el triunfo de los
girondinos, los herbertistas, los dantonianos y los terroristas ante la
sucesiva derrota de sus antecesores. Se puede estar bastante seguro, también,
de que la masa no entendió nada de estos acontecimientos.
A la distancia, se percibe sólo de un modo confuso el papel
desempeñado por los líderes ya que éstos, por lo común, trabajan en la sombra.
Para entender esto en forma clara debemos estudiarlos en los hechos contemporáneos.
Allí podremos ver cómo el líder puede provocar los movimientos populares más
violentos. Y no estamos pensando aquí en las huelgas de los hombres del correo
o de los ferroviarios, en las cuales puede intervenir el descontento de los
empleados, sino en acontecimientos en los cuales la masa no tenía el más mínimo
interés. Tal fue, por ejemplo, el levantamiento popular provocado por unos
pocos socialistas entre el populacho parisino a la víspera de la ejecución de
Ferrer, en España. La masa francesa nunca había oído hablar de Ferrer. En
España su ejecución pasó casi desapercibida. En París las instigaciones de unos
pocos líderes fueron suficientes para convocar a todo un ejército en contra de
la embajada de España con la intención de incendiarla. Parte de la guardia tuvo
que ser utilizada para protegerla. Enérgicamente rechazados, los asaltantes se
contentaron con saquear algunos pocos negocios y construir algunas barricadas.
En forma simultánea, los líderes ofrecieron otra prueba de su
influencia. Entendiendo por fin que el incendiar una embajada extranjera podía
ser extremadamente peligroso, ordenaron una demostración pacífica para el día
siguiente y fueron tan fielmente obedecidos como si hubieran ordenado el más
violento de los disturbios. No hay ejemplo que pueda ilustrar mejor la
importancia de los líderes y la sumisión de la masa.
Si hay historiadores, de Michelet a Aulard, que presentan a la masa
revolucionaria como actuando por iniciativa propia, sin líderes, es porque no
han comprendido su psicología.
Capítulo V
La psicología de las Asambleas Revolucionarias
Una gran asamblea política – por ejemplo, un parlamento – es una
muchedumbre, pero es tal que a veces no consigue actuar efectivamente debido a
los sentimientos contrarios de los grupos hostiles que la componen.
La presencia de estos grupos, que actúan por intereses divergentes,
nos obliga a considerar a una asamblea como formada por masas superpuestas y
heterogéneas, cada una de ellas obedeciendo a sus líderes particulares. La ley
de la unidad mental de las masas se manifiesta solamente dentro de cada grupo y
sólo en el caso de darse circunstancias excepcionales los diferentes grupos
actúan con una única intención.
En una asamblea, cada grupo hace las veces de un ser individual. Los
individuos que contribuyen a formar este ser ya no son ellos mismos y votarán,
sin vacilar, en contra de sus propias convicciones y deseos. La noche anterior
al día en que Luis XVI había de ser condenado Vergniaud protestó con
indignación contra la sugerencia de que debía votar su muerte; pero la votó al
día siguiente.
La acción del grupo consiste principalmente en fortificar las
opiniones indecisas. Todas las convicciones individuales débiles se confirman
al volverse colectivas.
A veces, líderes de gran reputación o inusual violencia, actuando
sobre todos los grupos de una asamblea, pueden convertirla en una única masa.
La mayoría de los miembros de la Convención sancionaron medidas completamente
contrarias a sus opiniones bajo la influencia de un muy reducido número de
líderes de esta clase.
Las colectividades siempre han cedido el paso a los sectarios
activos. La Historia de las Asambleas revolucionarias muestra qué tan
pusilánimes fueron ante los líderes de las revueltas populares, a pesar de la
audacia de su lenguaje ante los reyes. La invasión de una banda de energúmenos
comandados por un líder arrogante fue suficiente para hacerlos votar, allí
mismo y al instante, las medidas más absurdas y contradictorias.
Una asamblea, al tener las características de una muchedumbre, será
extrema en sus sentimientos, al igual que una multitud. Excesiva en su
violencia, será excesiva en su cobardía. En general, será insolente ante los
débiles y servil ante los fuertes.
Recordemos la temerosa humildad del Parlamento cuando el joven Luis
XIV ingresó, látigo en mano, a pronunciar su corto discurso. Sabemos también
con qué creciente impertinencia la Asamblea Constituyente trató a Luis XVI a
medida en que sintió que el rey se estaba volviendo indefenso. Finalmente,
acordémonos del terror de la Convención bajo el reinado de Robespierre.
Siendo esta característica de las asambleas una ley general, el que
un soberano las convoque cuando su poder está declinando debe ser considerado
como un grueso error psicológico. El llamamiento a los Estados Generales le
costó la vida a Luis XVI. Algo muy similar le pasó a Enrique III cuando,
después de haber sido obligado a abandonar París, tuvo la infeliz idea de convocar
a los Estados en Blois. Concientes de la debilidad del rey, los Estados
inmediatamente se manifestaron como dueños de la situación modificando
impuestos, despidiendo a oficiales y pretendiendo que sus decisiones tuviesen
fuerza de ley.
Esta progresiva exageración de los sentimientos fue palmariamente
demostrada en todas las asambleas de la Revolución. La Asamblea Constituyente,
al principio respetuosa en extremo hacia la autoridad real y sus prerrogativas,
al final se proclamó Asamblea soberana y trató a Luis XVI como un simple
empleado. La Convención, después de un comienzo relativamente moderado, terminó
con una forma preliminar del Terror. Al principio los juicios todavía se
hallaban rodeados de ciertas garantías legales pero después, rápidamente y aumentando
sus poderes, la Convención decretó leyes que privaban a todas las personas
acusadas del derecho de defensa permitiendo su condena por la mera sospecha de
ser sospechosos. Cediendo cada vez más a su sanguinario frenesí, finalmente
terminó despedazándose a si misma. Girondinos, herbertistas, dantonianos y
robespierrianos sucesivamente terminaron sus carreras a manos del verdugo.
Esta exageración de los sentimientos por parte de las asambleas
explica por qué fueron tan poco capaces de controlar sus propios destinos y por
qué con tanta frecuencia terminaron arribando a conclusiones exactamente
opuestas a los fines que se habían propuesto. Católica y monárquica, la
Asamblea Constituyente, en lugar de conducir a Francia hacia la monarquía
constitucional que deseaba establecer y hacia la religión que deseaba defender,
la condujo rápidamente a la república violenta y a la persecución del clero.
Como hemos visto, las asambleas políticas se componen de grupos
heterogéneos pero a veces han sido formadas por grupos homogéneos como, por
ejemplo, algunos de los clubes que desempeñaron un papel tan enorme durante la
Revolución y cuya psicología merece un examen especial.
Las pequeñas asambleas de personas que poseen las mismas opiniones,
los mismos credos y los mismos intereses que eliminan todas las voces
disidentes, se diferencian de las asambleas grandes por la unidad de sus
sentimientos y, por lo tanto, de sus voluntades. Tales fueron las comunas, las
congregaciones religiosas, las corporaciones y los clubes durante la
Revolución, las sociedades secretas durante la primera mitad del Siglo XIX y
los francmasones y los sindicalistas de hoy día.
Los puntos que diferencian una asamblea heterogénea de un club
homogéneo deben ser bien comprendidos si hemos de entender el devenir de la
Revolución Francesa. Hasta el Directorio, y especialmente durante la
Convención, la Revolución estuvo dirigida por los clubes.
A pesar de su unidad de voluntad, producto de la ausencia de
partidos disidentes, los clubes responden a las leyes de la psicología de las
masas. Por consiguiente, están subyugadas por líderes. Podemos ver esto
especialmente en el Club Jacobino que fue dominado por Robespierre.
La función del líder de un club, una masa homogénea, es por lejos
más difícil que la del líder de una masa heterogénea. Esta última puede ser
fácilmente conducida pulsando una pequeña cantidad de cuerdas; pero en un grupo
homogéneo como un club cuyos sentimientos e intereses son idénticos, el líder
debe saber cómo satisfacerlos y con frecuencia no los conduce sino que es
conducido.
Una parte del poder de las aglomeraciones homogéneas reside en su
anonimato. Sabemos que durante la Comuna de 1871 unas pocas órdenes anónimas
fueron suficientes para lograr el incendio de los más valiosos edificios de
París: el Hotel de Ville, las Tullerías, la Cour des Comptes, los edificios de
la Legión de Honor, etc. Una breve órden de los comités anónimos, “Quemen
Finances, quemen las Tullerías, etc.”, fue inmediatamente ejecutada. Sólo una
imprevista casualidad salvó al Louvre y a sus colecciones. También conocemos la
clase de obediencia religiosa que se le concede hoy en día a las más absurdas
pretensiones de los anónimos líderes sindicales.
Los clubes de París y la Comuna insurrecta no fueron menos
escrupulosamente obedecidos por la época de la Revolución. Una órden emanada de
ellos fue suficiente para lanzar sobre la Asamblea a un ejército popular que
dictó sus pretensiones.
Cuando resumamos la Historia de la Convención en otro capítulo
veremos cuan frecuentes fueron estas irrupciones y con qué servilismo la
Asamblea – tan poderosa según las leyendas – se inclinó ante las exigencias más
imperativas de un puñado de revoltosos. Instruida por la experiencia, el directorio
clausuró los clubes y puso expeditivamente fin a la invasión del populacho
disparando contra el mismo.
La Convención muy pronto entendió la superioridad de los grupos
homogéneos por sobre las asambleas heterogéneas en materia de gobierno. Por eso
es que se subdividió en comités compuestos por un número limitado de
individuos. Estos comités – Seguridad Pública, Finanzas, etc. – se
constituyeron en pequeñas asambleas dentro de la Asamblea más amplia. Su poder
sólo estuvo limitado por el de los clubes.
Las consideraciones que preceden muestran el poder de los grupos
sobre la voluntad de los miembros que los componen. Si el grupo es homogéneo,
esta acción es considerable; si es heterogéneo resulta menos considerable pero
aún así puede volverse importante, ya sea porque los grupos más poderosos de
una asamblea dominarán a aquellos cuya cohesión es más débil, ya sea porque
ciertos sentimientos contagiosos con frecuencia se extenderán a todos los
miembros de una asamblea.
Un ejemplo memorable de esta influencia de los grupos ocurrió por la
época de la Revolución cuando, a la noche del 4 de Agosto, los nobles, a
propuesta de uno de sus miembros, votaron por renunciar a sus privilegios
feudales. Sin embargo, sabemos que la Revolución se desató en parte porque el
clero y la nobleza se negaron a renunciar a sus privilegios. ¿Por qué
finalmente renunciaron a ellos? Simplemente porque las personas en una
muchedumbre no actúan como lo hacen las personas en forma aislada.
Individualmente ningún miembro de la nobleza hubiera abandonado sus derechos.
Napoleón en Santa Elena citó algunos ejemplos curiosos de esta
influencia que las asambleas tienen sobre sus miembros: “Nada fue más común
durante este período que encontrarse con hombres bastante diferentes de la
reputación que sus actos y sus dichos hubieran parecido justificar. Por
ejemplo, uno hubiera imaginado a Monge como un sujeto terrible. Cuando se
decidió la guerra, se subió a la tribuna de los jacobinos para declarar que le
daría sus dos hijas a los primeros dos soldados heridos por el enemigo. Quería
ver a todos los nobles muertos, etc. Ahora bien, en realidad Monge era el más
amable y débil de los hombres. No hubiera matado ni a una gallina de haber
tenido que hacerlo con sus propias manos; ni siquiera hubiera soportado ver
como otro la mataba estando él presente.”
3)- Propuesta de una explicación para
la progresiva exageración de los sentimientos en las asambleas.
Si los sentimientos colectivos fuesen susceptibles de una medición
cuantitativa exacta podríamos trasladarlos a una curva que, después de un
primer ascenso gradual, se desplaza con extrema rapidez hacia arriba y luego
cae en forma casi vertical. La ecuación de esta curva podría ser llamada la
ecuación de las variaciones de los sentimientos colectivos sometidos a una
excitación constante.
No es siempre fácil explicar la aceleración de ciertos sentimientos
bajo la influencia de una causa excitadora constante. Quizás, sin embargo, se
podría decir que, si las leyes de la psicología son comparables a las de la
mecánica, una causa de magnitud invariable actuando de forma constante
rápidamente incrementará la intensidad de un sentimiento. Sabemos, por ejemplo,
que una fuerza cuya magnitud y dirección permanecen constantes – tal como la
gravedad actuando sobre una masa – causará un movimiento acelerado. La
velocidad de un objeto libre cayendo en el espacio bajo la influencia de la
gravedad será de alrededor de 32 pies durante el primer segundo, 64 durante el
siguiente, 96 durante el próximo, etc. Si pudiésemos hacer caer al cuerpo desde
una altura adecuada, sería fácil darle la velocidad suficiente como para
perforar una placa de acero.
Pero, si bien esta explicación es aplicable a la aceleración de un
sentimiento sometido a la excitación constante de una causa, no nos dice por
qué los efectos de la aceleración al final decaen en forma súbita. Esta caída
sólo es comprensible si incluimos factores fisiológicos – esto es: si
recordamos que el placer, al igual que el dolor, no pueden exceder ciertos
límites y que todas las sensaciones, cuando son demasiado violentas, resultan
en la parálisis de la sensación. Nuestro organismo sólo soporta un determinado
máximo de gozo, dolor, o esfuerzo y tampoco puede soportar este máximo por
mucho tiempo. La mano que aprieta un dinamómetro pronto agota su fuerza y se ve
obligada a soltarlo.
El estudio de las causas de la desaparición de ciertos grupos de
sentimientos en las asambleas nos recordará el hecho que, aparte del partido
que predomina por su fuerza o su prestigio, hay otros partidos que –
restringidos por esta fuerza o prestigio – aún no han llegado a desarrollarse
plenamente. Alguna circunstancia casual puede debilitar en algún grado al
partido predominante y en ese momento, inmediatamente, los sentimientos suprimidos
de los partidos adversarios pueden volverse preponderantes. La Montaña aprendió
esta lección después del Termidor.
Todas las analogías que podamos tratar de establecer entre las leyes
de los fenómenos materiales y aquellos que condicionan la evolución de factores
afectivos y místicos serán, evidentemente, burdas en extremo. Tendrá que ser
así hasta que los mecanismos de las funciones cerebrales sean mejor
comprendidas que en la actualidad.
[1] )- La teoría de la predestinación todavía se
enseña en los catecismos protestantes, como lo demuestra el siguiente pasaje
extractado de la última edición de un catecismo original que mandé traer de Edimburgo:
“Por el decreto de Dios, para la manifestación de Su gloria,
algunos hombres y ángeles están predestinados a la vida eterna y otros
escogidos para la muerte eterna.
Estos ángeles y estos hombres, así predestinados y escogidos, están
designados de un modo particularmente inmodificable; y su número es tan cierto
y definido que no puede ser ni aumentado ni disminuido.
De la humanidad, a aquellos que están predestinados a la vida, Dios,
antes de disponer los cimientos del mundo, de acuerdo con Su eterno e inmutable
propósito y el consejo secreto y el buen placer de Su voluntad, los eligió en
Cristo para la gloria eterna, desde Su mera libre gracia y amor, sin previsión
alguna de fe o buenas obras, o perseverancia en cualesquiera de ellas, o
cualquier otra cosa en la criatura tal como condiciones, o causas que le
moviesen a ellas; y todo para la alabanza de su gloriosa gracia.
Así como Dios ha llamado a los elegidos a la gloria, de la misma
manera, por el eterno y libérrimo propósito de Su voluntad, ha destinado todos
los medios para ello. Por ello, quienes han sido escogidos caídos en Adán, son
redimidos en Cristo; son efectivamente llamados a la fe en Cristo por Su
espíritu operando en la época adecuada; son justificados, adoptados,
santificados y mantenidos por Su poder a través de la fe hacia la salvación. Ni
tampoco algún otro es redimido por Cristo, efectivamente llamado, justificado,
adoptado, santificado o salvado excepto y solamente los elegidos”.
(Volver
al texto)
[2] )- La medalla debió ser distribuida de un modo
bastante amplio porque el gabinete de medallas de la Bibliotheque Nationale
contiene tres ejemplares: una de oro, una de plata y una de cobre. Esta
medalla, reproducida por Bonnani en su Numism.Pontific. (vol.I p.336)
representa, en una de sus caras, a Gregorio XIII y, en el anverso, a un ángel
castigando a hugonotes con la espada. La leyenda dice “Ugonotorum strages”,
esto es: Masacre de los Hugonotes. (La expresión strages puede ser
traducida como “carnicería” o “masacre”, un sentido que posee en Cicerón y en
Livio; o bien por “desastre” o “ruina”, un sentido que le atribuyen Virgilio y
Tácito). (Volver
al texto)
[3] )- Es obvio que hoy conocemos lo efímero que
fue este triunfo del zarismo ruso en 1905. Por un lado, las reformas
emprendidas no fueron tan efectivas como quizás se desprende del texto. Aunque,
también es cierto que, de no haberse embarcado Rusia en la Primera Guerra
Mundial, muy posiblemente se hubiera salvado al menos del bolcheviquismo.
En todo caso, los datos apuntados por Le Bon confirman que la Revolución
Bolchevique se apoyó en un porcentaje realmente ínfimo de la población, siendo
que poco tiempo después Stalin tendría que masacrar a los “kulaks” aquí
mencionados para imponerse.
En términos generales, Rusia estaba madura para una revolución.
Quizás más de lo que creyó Le Bon a partir de los datos que tenía a su
disposición. Pero el mayor error que cometió el zarismo no fue el de ser
demasiado lento en su reformismo político sino el de ser demasiado rápido e
irresponsable en su afán por embarcarse en la aventura militar de una Guerra
Mundial, tan sólo para perderla de un modo catastrófico. En eso consistió su
suicidio. (Volver
al texto)
[4] )- De hecho, China salió de la situación
relatada desembocando en la dictadura de Mao Tse Tung, un régimen que,
conceptualmente, sólo merece el nombre de “república” si por ese término
convenimos en llamar así a cualquier cosa que no sea una monarquía explícita.
(N. del T.) (Volver
al texto)
[5] )- En los manuales de Historia destinados a la
enseñanza escolar que Aulard preparó en colaboración con Debidour el papel
atribuido al pueblo como entidad es aún más marcado. En ellos vemos al pueblo
interviniendo en forma continua y espontánea. He aquí algunos ejemplos:
La “Jornada” del 20 de Junio: “El rey despidió a los miembros
girondinos. El pueblo de París, indignado, se alzó espontáneamente e invadió
las Tullerías”.
La “Jornada” del 10 de Agosto: “La Asamblea Legislativa no se
atrevió a derrocarlo; fue el pueblo de París, con la ayuda de los Federales de
los Departamentos, el que hizo esta revolución al precio de su propia sangre.”
El conflicto de los girondinos y la Montaña: “Esta discordia en
presencia del enemigo era peligrosa. El pueblo le puso fin en los días del 31
de Mayo y el 2 de Junio de 1793 cuando obligó a la Convención a expulsar de su
seno a los líderes de la Gironde y a decretar su arresto.” (Volver
al texto)
[6] )- Estas pretensiones al menos parecen ser
cada vez menos sustentables por los republicanos más avanzados.
(Volver
al texto)
[7])- Después de haber derrocado a una dinastía y
rechazado una corona, fue sepultado como un rey entre reyes. Dos años más
tarde, su cuerpo fue arrancado de la tumba y su cabeza, cortada por un verdugo,
fue expuesta sobre el portal del Parlamento. Hace poco tiempo atrás se le
erigió una estatua. El viejo anarquista devenido en autócrata ahora figura en
la galería de los semidioses. (Volver
al texto)
[8])- Entre los numerosos experimentos
realizados para demostrar este hecho, uno de los más notables fue realizado por
el Profesor Glosson con los alumnos de su clase y publicado en la Revue
Scientifique del 28 de Octubre de 1899. ”Preparé una botella llena de
agua destilada cuidadosamente envuelta en algodones y la empaqueté en una caja.
Después de varios otros experimentos, afirmé que quería medir la velocidad con
la que un olor se difundiría por el aire y le pedí a los presentes que
levantasen la mano en el momento en que comenzasen a sentir el olor... Tomé la
botella y derramé un poco del agua sobre el algodón girando la cabeza hacia un
lado mientras lo hacía. Luego saqué un cronómetro y esperé el resultado...
Expliqué que estaba absolutamente seguro de que ninguno de los presentes había
jamás sentido el olor del producto químico que acababa de derramar... Al cabo
de quince segundos la mayoría de los sentados en la primera fila habían
levantado la mano y en cuarenta segundos el olor había llegado al fondo de la
sala en oleadas bastante regulares. Cerca de la tres cuarta parte de los presentes
declaró que percibía el olor. Indudablemente un número mayor hubiera sucumbido
a la sugestión si después de un minuto no me hubiera visto forzado a detener el
experimento con algunos de las primeras filas incómodamente afectados por el
olor y deseando abandonar la sala.” (Volver
al texto)
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